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lunes, 31 de octubre de 2016

CAP. 25 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo


odríamos decir, y no mentiríamos mucho, que desde aquel momento, Adama y yo no nos separaríamos. Y en aquel montículo nos saludamos sorprendidos tanto el uno como el otro. Le participé mi extrañeza por verle sin sus amigos, pero nada le dije del mal aspecto que tenía. Su contestación no me aclaró nada, pero ya te adelanto, aunque algo sepas, que este nuevo y eterno amigo me contaba, y me cuenta, sus cosas cuando él quería y no cuando a mí me venía bien o preguntaba. Bon, el asunto es que me dijo: «Sí, al parecer soy el único que puede salir de aquí». Otra de sus características, que conocería con el tiempo, sería que intentaba no hablar nunca de los demás, aunque podríamos incluir en esos demás a él mismo. Es decir, hablaba pocas veces y cuando lo hacía no le sobraba palabra alguna y, normalmente, tampoco la razón. Puede pasar por mudo ante muchas personas durante mucho tiempo sin esfuerzo. En nuestro anterior encuentro ya habíamos simpatizado, y en aquel momento también notamos la buena predisposición de estar juntos sin estorbarnos. Desde luego no llevábamos el mismo camino, eso era evidente. Pero sin mediar palabra y sin proponérnoslo tiramos por la calle de en medio y nos pusimos a andar a la par, después de que yo me apeara de Hamal. Llevábamos ya un buen rato de caminata cuando me comentó que no tenía comida, aunque no hubiera hecho falta porque ya lo había notado. Me ofreció la poca agua que llevaba. Tomé sus parcas palabras como una disculpa por no tener más que eso, por lo que no rechacé el trago ofrecido. Después de beber le dije: «Tú el agua, yo las bayas», y las saqué y compartí con él. Las comimos en silencio y sentados en la arena. Durante ese día noté cómo cambiaba la percepción que de él me llegaba. Por la noche caí en la cuenta. Echaba de menos esa alegría que le salía por los poros de la piel y por los ojos cuando nos conocimos. Ahora sus ojos solo emanaban tristeza. No le pregunté el motivo porque seguramente todo eran imaginaciones mías. Si quería ya me contaría sus cuitas. Y si no, a mí que me importaba. Aunque si hubiera tenido un espejo a mano, con solo mirarlo hubiera encontrado la misma mirada que me intrigaba. Pero, por suerte o por desgracia, yo no era consciente de mi situación, de nuestra situación: dos chavales con un camello en medio de África. Hace poco he oído en la radio la historia de Abdul(1), un muchacho que con quince años, o menos, comenzó su aventura hasta llegar a España. Ha llegado a cruzar hasta diez países. Pues bien, si te digo que me ha sorprendido, ¿te lo puedes creer? Pues no te miento. Pocos hubieran apostado por él o por nosotros, ahora que tenemos la posibilidad de apostar por cualquier hecho o evento. Por ejemplo, ¿cuál será el último ministro imputado por la justicia española? Pero dejemos el hoy que todos lo vivimos. Nosotros, lejos de estas opciones por no tener app acta para camellos, seguimos en silencio y con nuestro andar después de comernos las bayas. Dejaré para otras misivas las historias que me contó Adama. Más que nada porque he de reunir todos los recuerdos, anécdotas y reflexiones que, en un acto extraño en él, me relató sin cronología y con tantas pausas y silencios que tengo que inventarme o deducir un hilo conductor para que sus palabras tengan sentido. Sus relatos fueron como cuentas de un collar roto y desordenado en el tiempo. Igualmente, tampoco sería hoy capaz de respetar el orden en el que me fueron relatadas. Dudo de que yo fuera el destinatario de su narración. Creo que el suyo fue un ejercicio de introspección en voz alta. Jamás me ha hecho una pregunta o un reproche. En algún sentido es el amigo perfecto: no molesta, no incomoda, no critica y con sus silencios te hace pensar. Bien es verdad que no le conozco otro amigo. Y no sé qué pensar. Acaso no deba hacerlo quien, aun doblándole en amigos, se queda en el siguiente guarismo al uno. Aquí tienes material para elucubrar. Perdona, sé que ese verbo no es de tu agrado. Así tienes material para reflexionar. No llevaba en cuenta las jornadas que llevábamos compartidas. Las decisiones parecían tomarse solas. No es que coincidiéramos en todo, pero no discutíamos ni dialogábamos por nada. ¿No entrábamos en las aldeas?, pues no entrábamos y en paz. ¿Dejábamos la senda?, pues seguíamos tras campo. Tampoco es que nos diera igual, pero no cuestionábamos la decisión del otro. Tan solo recuerdo una vez que con un mohín me pidió que le esperara. Estábamos cerca de un poblado y llevábamos sin probar bocado día y medio. Me extrañó la petición, pero consentí con otro gesto. Cuando vi que se dirigía hacia la aldea le ofrecí a Hamal a voz en grito. Ni se digno en volverse ni en contestar, con lo que di por desestimado mi ofrecimiento, porque oírme me había oído. Esperé toda la tarde con retortijones de tripa y eructos continuos y desaboridos. Cuando ya me hacía a la idea de que no aparecería, distinguí su silueta contra el sol que ya se ponía. Venía cargado con una talega que me entregó junto con un puñado de palabras: «Yo ya he comido». Abrí el saco y atisbé su contenido. Nunca había visto tal cantidad de alimentos diferentes salvo en las mesas de mis amos. Hasta había un ave asada. Sorprendido le pregunté con la mirada. «Un querido», contestó. Sigo sin creerme la implicación de su respuesta. No tendríamos nunca problemas, ni por la comida. Siempre comíamos lo mismo. Había como un acuerdo tácito entre los dos. Si la comida era escasa nos conformábamos con la mitad de poco. Y cuando ayunábamos, también lo hacíamos a la vez. El nuestro fue un matrimonio perfecto y dentro de los cánones católicos: “En la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”. No teníamos que sacrificar nada por el otro, por ello no había facturas que pagar. La comida de la talega nos duró bastante y el agua tampoco nos faltó en ningún momento. Felices no éramos, la lucha diaria no nos dejaba tiempo. Pero desgraciados tampoco, por la misma razón. Eso sí, desde que llegara de su excursión, Adama andaba raro, como escocido. No le pregunté porque yo sabía lo que era andar mal por una herida o una molestia en los miembros inferiores o en la espalda, o entre ambas partes. El dolor, cuando no tienes analgésicos es mejor olvidarlo. Camina que te camina, teníamos que llegar a algún sitio. Al menos eso pensaba yo. Y llegamos. Una tarde paramos de andar relativamente pronto. Adama necesitaba orinar y lo hizo de espaldas a mí sobre una piedra que cambió de color después de que acabara de jugar con el chorro. No sé porqué, pero al ver otras cuatro piedras muy bien dispuestas, me senté y eché un trago de agua. Y como quiera que él hizo lo mismo con esfuerzo y mala cara hasta que encontró la postura, allí nos quedamos, encarados y ante el ocaso de nuestro sempiterno compañero diurno. Y así, en silencio, vimos morir otro día anodino que, sin tenerlo en cuenta, nos acercaba al final impensado de nuestras andanzas. A pesar de haber contemplado el anochecer cientos de veces, no dejaba de asombrarme su belleza. Y creó que a él le pasaba lo mismo. Con las estrellas ya encendidas, se levantó y estiró todos los músculos de su pequeño y flacucho cuerpo. Salió de mi campo de visión y al poco sentí su mano en el hombro. Por su leve meneo entendí que reclamaba mi atención. Me levanté y me volví. Estaba con el brazo extendido que señalaba un punto hacia el oeste. No hizo falta que me fijara mucho. Vi una claridad que se elevaba hasta fundirse con la noche oscura. Le miré, me miró y se encogió de hombros. Ninguno de los dos sabíamos qué generaba ese resplandor en la lejanía. Desde luego yo nunca lo había visto antes. Esa noche fue distinta porque la curiosidad se nos metió en la cabeza. No acertábamos a explicar aquel fenómeno, por otro lado tan normal cuando luego he viajado como turista. De todas formas la preocupación no sustituyó a la curiosidad. Él cayó primero y tuvo una pesadilla. Mezclaba “el no les hagáis daño” con el “me haces daño, Abbas”.  Sin entenderle ni papa, me dormí mientras escrutaba las pocas posibilidades que se me ocurrían para aquel posible espejismo. Y dormí a pierna suelta. No le debió ocurrir lo mismo a Adama, porque cuando se levantó no dejó de poner gestos de dolor y llevarse una mano al trasero. Pero lo primero que hicimos al levantarnos del suelo, sin quitarnos las gualdrapas de encima, fue mirar hacia donde habíamos visto el resplandor la noche anterior. Y, aunque reinaba el alba, no lo vimos. Se había esfumado. Cuando se quitó la manta de encima vi que por la parte de atrás del muslo le corría sangre. Y entonces le pregunté quien era Abbas. «Mejor que no lo sepas». Pero por algún motivo se me vino a la cabeza la figura de Abdalla. Nos dimos prisa en ponernos en marcha. No hacía falta consensuar hacia donde íbamos a dirigirnos. La mutua curiosidad eligió por nosotros. No tardamos mucho en saciarla. Aunque parezca mentira, fue Adama el primero en hablar aquel día y aclarar la duda: «Una ciudad». Sí, una ciudad. La más grande que jamás había visto. Salvo su centro, que conoceríamos bien y que parecía una inmensa roca de piedra, las casas se desparramaban, y formaban cuadrículas. Con muchísimos edificios que eran rodeados por cabañas y chozas diseminadas en la lejanía. Y por supuesto los alminares como agujas que ya cantaban su primera canción del día. El color que sacaba el sol a relucir, así como las sombras, también me agradó. Un granate confundido con marrón y con el gris del sombreado llenaron nuestros ojos. No corrimos porque ninguno de los dos somos impacientes, y él no podía porque andaba como escocido, pero notaba que ambos deseábamos llegar a sus calles. La ciudad nos había atrapado. Y llegamos, como llegaríamos a tantos lugares. Y nos sorprendimos como nos sorprenderíamos tantas otras veces. ¿Sabes?, todos deberíamos mantener siempre el estado de sorpresa. Hay que estar dispuesto al asombro continuamente. Es algo inevitable en la etapa infantil que se nos pasa con el tiempo. Nunca he dejado de sorprenderme a diario. Aunque he de reconocer que aquellos días que pasé en soledad entre el Sahara y el Sahel fueron anodinos si descarto el primer día que vi aquel mar de olas falsamente estáticas y muertas. Aquellas jornadas fueron todas iguales, salvo la primera y la última. Las pongas en el orden que las pongas, da igual. Solo había dos tipos, los que tenías agua y los que no. El cielo era el mismo, el calor era el mismo, el color de la arena era el mismo y las dunas y yo parecíamos los mismos. Entre tú y yo jamás hemos tratado este tema: la rutina, que hacía todos las jornadas iguales, siendo distintas y, porqué no, necesarias de alguna manera. Sobre todo para los críos que bastante esfuerzos hacemos para romperla. Si a cualquier niño le falta la rutina se convierte en un monstruo inaguantable. La anarquía está hecha para los adultos, es la única manera, curiosamente, de volver a la niñez. Y las personas ya maduras llevan impresa la rutina que les traspasaron sus padres. Es más fácil domar una camella que a una niña. Es un gran placer no tener la obligación de meter en vereda a nadie. Yo disfruto de esa despreocupación en la relación con tus hijos. No les digo más que tú o que su madre, pero poder decirles la verdad sobre mis pensamientos y mis sentimientos sin tener presente lo políticamente correcto, me supone una alegría y una satisfacción. Yo no tengo la responsabilidad de mentirles. Me encanta ver como se sorprenden cuando afirmo, por ejemplo, que la mentira es necesaria. Y cuando ponen cara de asombro les meto el dedo en la llega al preguntarles si acaso ellos no mienten continuamente. De verdad que no trato de educarlos, tan solo de disfrutarlos y darles un motivo para pensar y que se formen una opinión propias. Si no hago bien, no tienes más que decirlo. Corregiré mi postura hacia donde mandes que para eso eres su padre. Hasta ahora no he adoptado postura alguna. Mi relación con ellos sale de forma natural por el cariño que les tengo. No me importa que me vean como el abuelo que nunca han tenido, por desgracia. Y al que de momento no ven como un estorbo, sino como algo exótico y diferente. Aunque un negro ya no sea motivo para volverse cuando te cruzas con él, incluso si es de tamaño NBA, como yo.
Después de leer por segunda vez estas últimas palabras de Dikembe me quedé pensativo. La mala imagen y fama que la rutina tiene es injusta. Comparto con él la opinión sobre los niños y los monstruos. Y sé de lo que hablo porque he tenido hijos y sé cómo venían de sus vacaciones con los abuelos. El comentario: “Es que vienen salvajes” no solo lo compartíamos mi mujer y yo. Los niños, cuanto más pequeños más necesitan de la repetición, de un horario inflexible, de las costumbres repetidas pero con cariño, no como en los hospicios. Así, con ese ingrediente y dentro de la rutina se sienten seguros y protegidos. Quizá por ello, porque ya viene impresa en los genes comunes, la rutina es una constante humana que pocos destierran de su vida. Quizá por ello todos soñamos con una vida en la que el hoy no se parezca al ayer. Pero muchos, al volver de un viaje comentamos: “Qué bien, otra vez en casa”. La rutina no es una enemiga, es un motivo para pensar en qué queremos hacer con nuestra vida. También hago mía la frase de nuestro protagonista referida a la anarquía. No es recomendable para los infantes mientras que para los adultos es aconsejable. La acracia es una doctrina utópica que nunca alcanzaremos por nuestro lado oscuro. Aunque seamos muchos los que soñamos con ella. Ácrata parece un insulto, pero yo me lo tomo como un halago. No pienso que la falta de poder siempre conlleve el caos, sino la libertad. Pero dejemos de soñar que no es momento.
Bon, que no nos enteramos que estábamos dentro de Agadez hasta que nos dimos de cara con la torre de barro herida por grandes estacas. La gran explanada estaba abarrotada de personas de raza blanca. Parecían estar enfadados unos con otros porque estaban separados en grupos, más o menos de la misma cantidad de personas que hablaban entre ellas, sin hacerse caso los grupos. Muchos se echaban a la cara un  aparato que desconocíamos, como si apuntaran con un  arma hacia la rara torre de la mezquita.
También me llamó la atención que todos los hombres blancos fueran tocados con sombreros de paja prácticamente iguales. Las mujeres también iban cubiertas con unas pamelas muy parecidas, aunque otras se tapaban con pañuelos multicolores. Desde luego no encajaban con el paisaje, al revés, lo rompían y lo dotaban de incongruencia. De hecho parecían pertenecer a un mundo paralelo, como si el tiempo corriera dispar para unos y para otros. Entre unas cosas y otras, Adama estaba tan desorientado como yo. Nos mirábamos mutuamente como exigiéndonos una aclaración. Explicación que no tendríamos hasta mucho después, cuando vimos el mismo fenómeno en más ocasiones. Y sería por boca de mi compañero que, como yo, era la primera vez que contemplaba el efecto del turismo sobre una gran ciudad y que también constituía una novedad para nosotros. Y más cuando descubrimos que por la noche sus calles se iluminaban con luz eléctrica. No creas que  como aquí, pero sí lo suficiente como para no andar a ciegas. Esas personas me recordaban a aquellas otras que llegaban en camiones a mi aldea y nos entregaban ropas y alimentos. No dejaban medicinas porque nadie en la aldea sabía que era eso de las píldoras y, seguramente, nos hubiéramos envenenado más de uno. Y le conté a Adama la historia de mi camiseta, ya tan sucia como rota, pero que seguía luciendo con orgullo. Y ello me llevó a relatarle la muerte de Kama y cómo se ganó él su gorra a mi pesar. Y no tuve que describirla porque un joven turista llevaba una muy parecida. El muchacho llevaba una melena que le sobresalía tan blanca que me hizo exclamar: «Pero si no tiene cejas, mira». Ante lo que Adama sonrió después de yo señalar al culpable de ser albino. En eso, una mujer rubia que llevaba un pañuelo anudado a la cabeza y en la mano una banderita verde. Con ella señaló  a Hamal, se me acercó y preguntó en francés: «¿Lo alquilas, muchacho?». Sorprendido y azarado le pregunté a su vez: «¿El qué?». Y ella, tan sorprendida como yo me aclaró: «Tu camello». Faltó que rematara la frase con un “¿estás tonto o qué?”. Y no le hubiera faltado razón para hacerlo. Contesté con la cabeza y añadí: «Hamal es mío». Con lo que la señora volvió con un grupo de personas y pareció dar explicaciones sobre mí a una pareja porque noté que, al oírlas, me miraban. Me giré hacia Adama y me encogí de hombros. Y él se digno a hablar: «¿Y porque no?». No cambié de respuesta, en realidad era una defensa: «Porque es mío». No insistió. Todo aquello me parecía raro, pero también aguijoneaba mi curiosidad. Aunque había cierto bullicio en aquella plaza, donde habíamos desembarcado, reinaba a su vez una calma ajena, como si todos los allí presentes hubiéramos llegado a un entente. En un momento determinado, la tranquilidad se rompió. Las voces venían de un grupo de aquellos extranjeros y el movimiento lo ponían dos críos, tan poco desarrollados como Adama, que se alejaban a la carrera y desaparecían por una esquina de una bocacalle. Y no corrían solos. Detrás de ellos dos hombres blancos, que perdieron los sombreros de paja, les pisaban los talones. Pronto uno de ellos desistió porque enseguida volvió a aparecer por la esquina. Recogió los dos sombreros, los sacudió y se cubrió la calva y el pelo canoso. Esa, la edad, sería el motivo de su desistimiento. Aunque no renunció a dar gritos y hacer aspavientos. Todos en la plaza observábamos los acontecimientos. Una mujer con otra banderola, esta naranja, se desgajó de su grupo con ella arriada y desapareció rápido de nuestra vista. Después de muchas toses del corredor maltrecho y frustrado, apareció por la misma esquina el otro perseguidor notablemente cansado. Se dobló sobre sí mismo y después tomó aire, como si quisiera dejarnos a los demás sin él. Eran evidentes sus signos de cansancio. Y, al parecer no había conseguido nada, según delataban sus miradas y negativas con la cabeza cuando miró a su grupo. Entonces se produjo un silencio. Dentro de él observé que todas las mujeres que llevaban bolso, y algunos hombres también que los llevaban colgados en bandolera, se los echaron al pecho y comprobaron sus respectivas cremalleras y cierres. Incluso los que llevaban mochilas a la espalda las dieron la vuelta para que colgaran del pecho. Y tras el silencio y las precauciones otras banderitas de otros colores se agitaron en el aire y se formaron alrededor de ellas corros de sombreros y pañuelos. Con una excepción. El grupo origen del incidente se mantuvo anárquico por la ausencia de su abanderada. Adama y yo nos volvimos a mirar y sonreímos. Nos estábamos divirtiendo con el espectáculo. Y al mirar a mi alredor, contemplé que no solamente lo hacíamos nosotros. Otros vecinos curiosos se habían sumado a contemplar el espectáculo. Entonces, después del ruido de un motor y una sirena, apareció un coche que atrapó todas las miradas y la curiosidad de los presentes. El coche se paró, pero no así la luz naranja que llevaba encima, ni las otras amarillas que se apagaban y encendían continuamente en cada esquina del vehículo. Para mí la escena era formidable. No perdía ripio de nada. Quien primero se apeó fue la mujer que seguía con su banderita. Después aparecieron dos soldados, aunque no vestían como los que yo había visto. Claro, porque eran policías, pero yo, a la sazón, lo ignoraba. Ni mi amigo ni yo sabíamos a qué se debía tanto alboroto y movimiento. Bon, fíjate que no sabíamos ni lo que hacían allí tantas personas blancas, como para saber que habían sufrido un robo y lo habían denunciado en una comisaría de policía. Para nosotros este cuerpo no existía, solo la soldadesca. En un momento determinado, uno de aquellos hombres armados nos señaló. Yo he destacado mucho siempre. Pero la mujer negó con la cabeza y con el banderín. Eso hizo que, tanto Adama como yo, oliéramos el peligro. Para los blancos, todos los negros somos iguales y para nosotros todos los extranjeros que estaban en la plaza también. Bon, menos el albino. Mi amigo hizo un gesto con la barbilla, pero no seguí su sugerencia de marcharnos. Estaba absorto, con la vista clavada en la luminaria naranja sobre el techo del vehículo que parecía girar sobre sí misma. Así que Adama tuvo que sacudirme el hombro y volver a esrtirar el cuello hacia el lado contrario al que yo estaba. Salimos de plaza por una de las calles que confluían en ella, y frente a la mezquita cuyo raro minarete no consiguió distraernos del altercado vivido. La calle elegida nos metió en otras más estrechas hasta el punto que Hamal tuvo alguna dificultad en pasar por las romas esquinas que aparecían a nuestro paso. Por ende, le dije a mi amigo que teníamos que salir de aquel dédalo de callejuelas. En un

cruce de estos callejones, Adama me hizo una seña para que le esperara, y desapareció entre las paredes. Tardaba y me decidí a ir en su busca. Y en la primera esquina casi nos tropezamos. El camello pasó con dificultad y mi amigo me agarró del brazo, tiró de mí, y cuando estaba muy cerca de él me dijo al oído: «No te vas a creer lo que he visto. Deja aquí a Hamal». Y sin más volvió a tirar de mí. Solté la jáquima y le seguí. Me llevó hasta una arcada en cuyo interior reinaba la oscuridad. Adama me exigió silencio con un dedo sobre los labios. Luego me agarró del cuello y nos acercamos con precaución a la oscuridad. y tras agacharme nos introdujimos en ella. Me guió despacio y sin soltarme hasta que distinguí un claror que me permitió vislumbrar a seis o siete chavales que, sentados en círculo, ocupaban un pequeño espacio entre paredes un tanto perjudicadas. Cuando pude ver, distinguí a un chico, menor que nosotros, que se levantó y con un bolso al hombro se contoneaba al dar tres pasos para un lado y tres pasos para el otro. Aquel pequeño patio no le permitía más. Los otros reían y daban palmas ante la imitación del primero. No acabó ahí su representación. Comenzó a dar la vuelta por fuera del corro mientras contoneaba el culo y estirando la barbilla hacia arriba. Aquellos que le veían también festejaban sus ocurrencias, hasta que tropezó con la espalda de un espectador y cayó dentro del círculo, momento que aprovecharon los demás para echarse encima de él con gritos de guerra incruenta. Todos reían a pierna suelta. Se lo estaban pasando de maravilla.  Después de la trifulca,
volvieron a sus butacas y el bolso se materializó en manos del que parecía el mayor de todos. Y sabes que a esas edades los años son la jerarquía. Más que nada porque los mayores son más fuertes que los menores, y en la calle, la fuerza es el poder. Vimos como, sin ningún miramiento volcaba el contenido del bolso en el centro del corrillo. Y como el suelo no era de tierra algunos rebotaron y se sucedieron los sonidos del botín que junto con los gritos de sorpresa y peticiones llegaban a nosotros ampliados y reverberados, supongo que por las leyes físicas del sonido. Tras lo cual, el jefecillo extendió con la mano el producto de su hurto para que todos pudieran verlo y, en especial, él. En ese momento se produjo un silencio durante el cual, ninguno de los presentes despegó la vista de los beneficios del pillaje. El mutismo fue roto por el mandamás que dijo: «Yo primero». Extendió el brazo y tomó del suelo un billetero granate, aunque en aquel momento yo no sabía qué había elegido, pero supuse que era lo más valioso. Después fue nombrando uno a uno a sus compinches. Según oían su nombre se medio incorporaban y elegían su parte del botín. Así hasta que le llegó el turno al menor de aquellos raterillos. Fue el único que habló, aparte del jefe: «Pues vaya mierda». Por sus palabras y por estar sentado junto al líder de la manada, antes de coger nada se llevó una colleja importante y una reprimenda verbal: «Venga, elige rápido o se pasa el turno, renacuajo». Así, aquel ladronzuelo inconformista no tuvo más remedio que coger otro objeto, el más brillante de los que quedaban, que más tarde sabría yo que se trataba de un lápiz de labios. Algo tan llamativo como inútil en aquel lugar. El reparto siguió hasta que no quedó nada que repartir. Lo último que desapareció fue un trozo de tela blanco con algún color más. Era un pañuelo de mujer, de los que han sustituido estos otros de papel que se usan hoy y gracias a los que algunos han sobrevivido en los semáforos. Y era lógico que fuera lo último en ser elegido, porque aquellos muchachos, y nosotros, nos deshacíamos de los mocos sin usar otra cosa que no fueran los dedos o el antebrazo. Si bien también dominábamos el arte de echarlos al viento al soplar por la narina que no tapábamos con el dedo índice. Gesto que, curiosa y actualmente, se ve mucho en los partidos de fútbol. Cuando cayó en mis manos el libro de Las mil y una noches y leí las aventuras de Alí Babá y  los cuarenta ladrones, me vino a la cabeza aquella media docena de ladronzuelos, supongo que por asociación de ideas. Me imaginé a los ladrones del cuento así sentados y repartiendo el botín, aunque en ningún momento se reparte nada en la historia de aquel leñador. Y como a veces la curiosidad es peligrosa, y aquella fue una de esas ocasiones, lo pasamos mal. Cuando se levantaba aquella tropa, Adama se escurrió y me pisó. Y, claro, me quejé. A continuación de mi lamento se escuchó una pregunta: «¡Eh! ¿Quién anda ahí?» seguida de un “¡Corre, Dikembe!” dicho con sordina. Y, a pesar del dolor de pie, corrí. Vaya si corrí, como alma que lleva el diablo. No podíamos girar en las esquinas y tomar otra dirección porque la velocidad no nos lo permitía. No teníamos espacio ni nos daba tiempo. Cada esprint acababa con un golpe contra una pared de piedra o de adobe. Para, a continuación, iniciar una nueva carrera. Menos mal que no nos tropezamos el uno con el otro. Como entenderás no teníamos ni idea de adonde íbamos. Y yo ni me acordaba de Hamal. El miedo solo me permitía huir. Y eso que mi estatura y corpulencia me hubieran permitido enfrentarme a aquellos mocosos. Nos perdimos por aquel laberinto de callejuelas cuyas paredes no permitían que el sol llegara a sus adoquines. Sofocados y nerviosos nos paramos en una encrucijada. Ante nosotros aparecían tres opciones posibles si no queríamos retroceder.  Tomamos aire con una mano apoyada en la pared y con la cabeza más baja que el apoyo. «¿Por dónde», pregunté entre jadeo y jadeo. Adama no me contestó en principio, pero cuando se vio repuesto, me dio un golpe en el hombro y retomó la huida por el callejón de la izquierda. Y así llegamos bajo una arcada igual a la que habíamos dejado con prisa. Aquel agujero era más oscuro, si cabe que el primero. Y allí nos metimos por su voluntad. Al ver, mejor dicho, al no vernos uno a otro aunque nuestros brazos se tocaban, al menos yo, sentí cierta seguridad. Si cerraba los ojos no notaba diferencia al mirar hacia el fondo de la ratonera. Cogí a Adama del brazo y con la otra mano por delante palpé la oscuridad hasta toparme con una pared de piedra. Allí no nos vería nadie, salvo que hiciera lo mismo que yo, es decir imitara a un invidente en un medio desconocido. Pero dejemos ahí a los dos muchachos muertos de miedo y agazapados como topillos en su madriguera. Es muy tarde y mañana quiero madrugar, he de renovar el carné de identidad. En la próxima acabaré de contarte cómo terminó aquel episodio en el que Hamal sería un protagonista inesperado. Un abrazo,







(1) [↑][Volver] Hecho real tratado por la Cadena SER el 22 y 23/09/2016 entre las 10:00-11:00 horas en el programa de radio Hoy por hoy con Gemma Nierga. En fechas anteriores y próximas Abdul recibió del gobierno en funciones español la protección subsidiaria (condición de refugiado) tras la larga ayuda de Mensajeros de la Paz y la intervención del Padre Ángel. Él solo no hubiera sido capaz de obtenerla aun después de sufrir torturas y cárcel en su país. La burocracia, a veces, también es inhumana, porque de no haber recibido ayuda para el “papeleo” este chico hubiera sido devuelto a Siria donde le esperaban sus perseguidores con los brazos abiertos y sin tener que hacer ninguna cola ni echar ninguna instancia para entrar en prisión o ser ajusticiado. El asunto da que pensar.


Imagen 1. Foto bajada de viajeshermes.com
Imagen 2. Foto bajada de www.guiademarruecos.com
Imagen 3. Foto bajada de /www.apartmani-ulikva.com

domingo, 30 de octubre de 2016

Bolso country para vaqueros

Si tienes un hobby y tiempo para practicarlo, no te puedes deprimir.

Nuestro hobby, el patchwork, puede ser muy caro -tanto como quieras gastar- o simplemente reciclar lo que tengamos por casa.

Quizá el tema "tiempo" es más complejo, pero hasta en los momentos en los que estás más ocupado, si quieres robar al día una hora seguro que puedes, y eso te crea mucha satisfacción.

Quería empezar hoy así, porque sé de varias amigas que con la llegada del otoño se encuentran más flojas. Va por vosotras!!!

Este bolso que os traigo es muy sencillo de realizar, y admite todo tipo de material, yo he usado lanas (compramos 25 cm. y las compartimos), pero se puede usar tela de reciclaje (vaqueros, camisas....)


Aunque lleva muchos azules porque lo quiero usar con vaqueros, no me he resistido a meter un corinto, algún beige, diseños chanel y el mostaza que me vuelve loca.


Este modelo, al igual que el que hice el lunes de esta misma semana y que os enseñé aquí, es reversible:


Para el "otro lado" he elegido una tela africana en tonos azules, igual algún día lo uso así porque también es precioso.

He probado un "estabilizador" para bolso. Para los que no lo conozcáis es un material parecido al foam (esa tela tan tiesa que se usa para los disfraces), pero con más cuerpo aún.

¿Como queda el bolso? Pues que se sostiene solo, no os digo más.

Os paso la plantilla por si os animáis a hacerlo:


La he cogido de Cecilia Koppmann.

Ahora, también os digo que me ha costado muchísimo más cerrarlo que el anterior. Es un auténtico rompecabezas.

Este queda un pelín más pequeño porque he hecho los cuadrados de 12 cm.

No le he puesto nada para cerrarlo porque con el estabilizador queda muy recatado, vamos que me va a costar a mí meter la mano.

Sigo con las asas de "quita y pon"

Cuando la semana próxima vaya a comprar herrajes ya los haré "a conjunto".

Y sigo coso que te coso...

sábado, 29 de octubre de 2016

Guarda dedales

Si tecleamos en Google "guarda dedales", enseguida nos van a aparecer muchísimos, todos monísimos, por cierto.

Pero ninguno como éste:



Ah!! Que no os lo creéis?

Vale, habrá que demostrarlo.



No me digáis que no es una monada.




Ale, a guardar que si no nunca lo encontramos.



A mi JC le ha encantado, que lo sepáis.


Bueno y también que no lo he hecho yo, que me lo ha regalado mi amiga Beatriz, lo ha hecho ella.

Se hace con una botella de refresco, cortando por debajo del cuello (de la botella, no nos dispersemos), se mete a presión un tapón y por la parte superior se enrosca con otro.

Me van ustedes a disculpar pero yo tengo poca fuerza y menos maña, le estoy convenciendo a mi Jc para que haga un pastillero para mi madre, veremos si lo consigo.

También me ha dicho Beatriz que cuando no está segura si lleva dedal, moviendo el costurero lo sabe por el ruido que hace en el guarda dedal de tapones de refresco.

Puede servir de sonajero, aunque me temo que no pasaría los controles de seguridad.

Muchas gracias Beatriz por el regalo y por las mañanas tan estupendas que pasamos en el taller de UFO's.

Ahora si queréis recordar el tutorial que hice de guarda dedal de tela, podéis hacerlo pinchando aquí.

Y sigo coso que te coso...

viernes, 28 de octubre de 2016

Dear Jane

Una nueva entrega del Dear Jane, tengo que reconocer, mal que me pese, que me ha costado mucho.

Estaba en modo quilt camisas de Mateo, y cualquier cosa que no fuera eso, ni me apetecía ni me inspiraba.

Pero no quiero dejar colgada a Lola, y por ella lo he hecho. Muchas gracias Lola por tirar de mi.

C10 Patriot's Lantern

Empezamos con uno de los que me gustan, muchas piezas, pero sin complicación, sólo tiempo.


Para mi gusto, bastante decente, pensad que los primeros planos del DJ les favorece tan poco como los nuestros, a nosotros se nos ven las arrugas y al DJ los conflictos en las esquinas.

F11 On Target


A ver, en éste tengo que reconocer que si tiene un poco de vuelo, pero cuando le inserte entre los demás, seguro que se está quietecito y ni se nota que en su tiempo "bailó".

G12 Gloriae


¿No me digáis que no ha quedado rebonito?

Esa tela con las estrellas abajo a la izquierda me han enamorado. 

I 9 Chase A Myth


Aquí tenemos log cabin y  vuelo de la oca.

Me ha encantado hacer este bloque.

La tela rosa me parece preciosa.

M 1 Dogwood Days


Éste al natural se ve perfecto, pero en la foto salen los "pequeños" fallos.
También me encanta la tela y el bloque no fue complicado de hacer.

Quizá no esté de más recordar que los bloques son pequeños, 4,5 pulgadas, menos de 14 cm. y hay algunos que llevan más de 30 piezas.

Prepárate Lola, porque he metido el turbo y ni quiero decirte los que he hecho "del tirón".

Es que cuando me pongo, me pongo!!!

Ahora os invito a ver los de Lola que, seguro, estarán de lujo.

Y sigo coso que te coso...

miércoles, 26 de octubre de 2016

Bolso country en una mañana

Desde que he probado los bolsos de tela, no quiero, ni de lejos, un bolso de material.

Con lo que pesan, que barbaridad!!!

Tienen muchas ventajas los bolsos de telas, además de su ligereza, si tú te lo sabes hacer, no tienes que perder el tiempo yendo de compras (yo odio ir de compras).

Considerando que seas un poco pesada eligiendo, quizá yo soy más rápida haciéndolo.

Empecé muy temprano, tengo todas las lanas juntas apiladas y perfectamente ordenadas. Saqué todas.

Suelo comprar 25 cm. y compartirlo con alguna amiga, así que tengo más surtido pero pequeñas cantidades.

Decidí hacer los bloques de 13 cm. ¿Por qué? Yo tampoco lo sé.

Los coloqué en el suelo, y les hice foto.

Menos mal, porque como iba uniendo filas en cadena, si no hubiera hecho foto no me hubiese enterado de como iban.

Bueno las fotos las fui compartiendo con Beatriz, porque, en principio sería un SAL para hacer entre las dos, pero ella se lo está pensando....


Según pasaba la mañana y veía como me cundía, me iba viniendo arriba (tampoco hace falta mucho para que yo me suba), y cada vez me iba gustando más.

Vamos que antes de la comida (que, por supuesto hice mientras me confeccionaba el bolso), ya lo tenía.


Que country y que mono es!!!

Como es mío le puedo piropear, claro que si, faltaría....

Guapísimo!!!


Para las asas pensé que lo mejor sería de "quita y pon". Así que reciclé unas de material, pero no es lo que quiero, probablemente le haré unas más apropiadas, o más a mi gusto.

Este modelo, evidentemente, no es mío, busque en Pinterest, y el que más me gustó fue éste, que aunque es de ganchillo, para la situación de los cuadros vale estupendamente. Muchas gracias al autor por compartir.

Ayer fui a comprar unas lanas en tonos azules porque necesito hacerme otro para los vaqueros.

Apenas encontré, pero con lo poco que tengo, creo que será suficiente.

El diseño, le tengo más o menos en la cabeza. Enseguida os lo enseño.

Y sigo coso que te coso...

martes, 25 de octubre de 2016

Acerico de hexágonos otoñal


Se me había olvidado enseñaros este acerico, quizá porque es muy tímido.

Está escondido entre las hojas del limonero de la casa del pueblo.


Ahora trepa por las escaleras que van al solano.


Este acerico le acabé el mes pasado en el pueblo, era para el amigo invisible de la kedada,  y como no me convencía hice otro con telas Tilda.

Cuando le dije a mi madre que no me gustaba, enseguida me contestó que a ella si, así que encantada se lo adjudiqué.

Por supuesto que fue lo primero que metió en la maleta para que viajase a Madrid.

Tan contentas las dos.

Y sigo coso que te coso...

lunes, 24 de octubre de 2016

CAP. 24 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo






De cómo encontré por segunda vez a a Adama


ba en la anterior por el Marenostrum, es decir por la propiedad de aquello que no puede tener dueño. ¿De quién es el mar o el Ártico? ¿De quién es una violada o maltratada? ¿De quién es el violador? A todas estas preguntas se les puede dar la vuelta. Entonces adquieren un matiz muy distinto. Si el europeo afirma que la europea es suya surge su pregunta: ¿Si es mía no puedo hacer yo con ella lo que quiera? Igual pasa con el mar: Si es mío, ¿no puedo envenenarlo o esquilmarlo? Y en cuanto al violador podríamos decir que se prefiere a uno cuyas víctimas sean adultas o a otro que se dedique a ultrajar a menores. No defiendo nada que no defiendas tú o aquel otro. Pero sí quiero tirar abajo tópicos y tabúes por los que nuestro grupo es mejor que aquel otro y que la propiedad no siempre es privada o/y privativa. Son aberraciones asumidas y esgrimidas. ¿O no lo es pensar que prefieres que el violador de tu hijo sea europeo y no africano? Eh bien, c'est ça, mon ami. Lo siento, parece que estos días estoy más contestario que de costumbre. Si pudiera leería la anterior carta para ubicarme en el punto que dejé la narración que te interesa, aunque ya te advertí de mi facilidad para la digresión. Pero sí, sí recuerdo donde lo dejé. Por Adama, porque fue cuando le vi y hablé con él la primera vez. De aquel grupo de caminantes solo sobreviviría él. Más adelante te contaré qué les ocurrió a quienes se quedaron por el camino. Y lo haré con las palabras de mi amigo, si me acuerdo. Si no habrás de conformarte con la simple noticia o con mi versión según me dicten mis recuerdos, a veces tan confusos como los tiempos que vivimos. Entre ellos y las siguientes personas que viera se extendía parte del Sahel. Y antes de que ellos las vieran muchas monedas cambiarían de manos. Fíjate en los conocimientos dinerarios que yo tenía que pensaba que las monedas y los billetes servían en todos los sitios. Para mí el dinero era dinero y no tenía nacionalidad, aunque sí dueño. Pero no: “Si no es el nuestro aquí no vale”. No concebía que las monedas que tenía no sirvieran más allá de una frontera. Al final, bien por la necesidad material, bien por la anímica, me decidí a entrar en una población, aunque no era muy grande. En principio entré en Dilé como entra un señor en el patio de su castillo, mirando a sus súbditos por encima del hombro, sin mirarles a la cara, sin verles en realidad. Salvo que yo no lo hacia por soberbia, sino por miedo y precaución. No quería quedar enganchado en otros ojos  o en otra sonrisa de anciana para luego verme obligado a dejarlos atrás. Ya echaba de menos a suficientes personas como para engrosar la nómina de añorados. Además, no quería aumentar el peso de mi historia, porque la personal nos pesa, ¿sabes? Al menos a mí, y soy tan vulgar como humano. Busqué el mercado y lo encontré. Y después de enseñar las siete monedas, en ninguno de los siete puestos donde pregunté me sirvieron para comprar nada. No era suficiente y tampoco encontré a ningún frutero al que diera lástima como ya me había ocurrido antes porque todos miraron a Hamal antes de negarse. Menos mal que escuché una conversación entre un vejete con un asno y un vendedor que me interesó sobremanera. El anciano, Daud, decía que si apañaba unos higos irían a medias. El dueño del puesto aceptó la proposición y la proporción de las ganancias. «Aquí los tendrás a media mañana». Me quedé fuera del ir y venir entre los puestos sin perder de vista al burro. Me subí a Hamal y me fue más fácil divisarle y, a la postre, seguirle después de que él también se subiera en su animal. Así, uno detrás del otro, salimos del centro de la aldea. Después de un rato, a través de un estrecho y hollado camino trazado por el paso de cuadrúpedos,  llegamos  a 
un  huerto lleno de higueras. Yo me alejé un poco antes de llegar a los árboles y disimulé mi presencia. Descabalgué e hice que Hamal se tumbara con la barbilla en el suelo como en otro de nuestros juegos. Trepé un poco y me tumbé a observar. Todavía el sol hacía las sombras largas. Cuando después de llenar los dos cestos que el burro llevaba, el anciano tomó el camino de vuelta. Cuando desaparecieron me erguí y oteé mi alrededor. No había señales de estar acompañado. Aun así esperé en contra de las órdenes de mi estómago. Hasta que no pude más y me subí a Hamal. Una vez en el huerto no miré salvo hacia arriba de las higueras, donde estaban los frutos en sazón. Conseguí llegar a ellos gracias al camello y negándome a recordar el accidente ocurrido en casa de Thais. Me puse de higos hasta las cejas. Y cuando no me cupieron más en el estómago, empecé a llenar las alforjas. Una vez tripas y árguenas llenas y las manos más pringosas que el palito de la miel, puse pies en polvorosa, aunque en realidad fue Hamal quien puso sus pezuñas en movimiento azuzado por mí, y yo por el temor que empezaba a sentir por perder aquello que ya era mío y no por ser castigado por coger, precisamente, los higos ajenos. El miedo es directamente proporcional a los bienes que posees. Nada tienes, nada temes. Las manos me picaban cada vez más, pero no por robar, sino por la leche que suelta ese fruto al ser arrancado con las manos desnudas. Lógicamente tomé la dirección que me alejaba de la aldea. Pero no había contado con que, a derecha e izquierda de aquel camino, se extendían todos los huertos de los aldeanos. Cada vez tenía los dedos mas rojos, del color de la arcilla. Ya no sé si era fruto de la leche de los higos o de tanto rascarme. De hecho no llevaba sujeta la jáquima de Hamal. Iba tan ocupado con las frotaduras que no me di cuenta de que no estaba solo en el camino. Dos hombres y un caballo venían de cara. La vereda era tan estrecha entre las ajadas enramadas que, o ellos o yo, teníamos que hacernos a un lado para dejar pasar al otro, aunque fuera rozándonos. Me saludaron y me preguntaron donde iba por allí. Estaba claro que aquel camino se usaba solo para acceder a los huertos. No tuve más remedio que mentir. Les dije que me dirigía hacia las higueras de Daud, que me había encargado llevarle al zoco una buena cantidad de higos que había apalabrado con un extranjero y que tenía prisa. Pero no contaba con que aquellos hortelanos no eran tontos. «Pues te has pasado muchacho», me contestaron al unísono. Y el más joven, mirando mi alforjas llenas me preguntó donde pensaba llevar los higos. Y como yo antes tenía contestación para todo, le dije que en los sacos que reventaban mis alforjas. Luego el otro se fijo en mis manos y aludió a su estado. Y aquí lo bordé porque ante el miedo de contagiarse de una enfermedad infecciosa o descubrir a un ladrón de higos, después de mirarse, apostaron por salvaguardar su salud y la mía. Y conseguí meterlos en la huerta(1) . Tanto que, para dejarme pasar y no rozarse conmigo ni con Hamal, lo hicieron físicamente después de que el caballo pisara las matas que definían las lindes. Después del susto, llevé de mejor humor el picor de manos que no disimulé al pasar junto a ellos. Y hasta me permití dar un azote en la grupa de su caballo para que se fueran preocupados y no miraran para atrás. Ninguno de los dos cayó en la cuenta de que huía en sentido contrario al que debía, o no quisieron saberlo. Si la fe mueve montañas, el miedo las hunde. Por temor te crees que te mereces ser el único, te hace egoísta. Ese canguelo me había hecho llenar mis alforjas y mis tripas de higos sin mirar a mi alrededor. Y lo podía haber hecho de los diferentes frutos que vi a lo largo del sendero del que me costaría salir porque solo llevaba a los diferentes huertos. Pero ni me paré ni me arrepentí de mi ignorante y precipitada decisión. Más vale pájaro en mano irritada que ciento volando con los dedos intactos. Me había salvado y no iba a tentar más a la suerte. Después de que Hamal se llevara por delante un seto artificial, porque la trocha no tenía salida, me encontré con un riachuelo que corría menos que yo, pero que seguí hasta que se unió a otro de iguales características. Y en él me alivié un poco el picor de manos. Me hubiera quedado allí con las manos sumergidas en el agua fresca, pero no podía. Y, además, el agua no podía llevarme a mal sitio. Allí por donde pasa no se vive mal, salvo que el río tenga dueño, claro. Caso que no entiendo. Cuando creí estar a salvo, me metí en la corriente y me tumbé todo lo largo que era. Dejé que el agua me acariciara desde la cabeza a los pies. Fue una experiencia maravillosa que el mehari aprovechó para llenar sus depósitos. ¿Dónde metería toda el agua que era capaz de beber en una sentada? En la joroba no, desde luego. Pero eso nunca lo sabría, si bien el cuerpo de un camello debe tener muchos recovecos. Con comida y bebida para varios días, más el baño, me sentía más feliz que un bebé recién bañado. En esos momentos llegué a pensar que no necesitaba nada más. Pero el ser humano nunca está conforme con lo tiene, y eso que yo no tenía nada ni nadie que me lo ofreciera y me convenciera de que lo necesitaba. Aun así somos capaces de sacrificarnos y cambiar unos bienes por otros que luego echaremos en falta nuevamente. Nuestros deseos, nuestros sueños y nuestras necesidades, creadas o no, nos meten en verdaderos círculos viciosos de los que es muy raro y costoso escapar. Por todo ello hay que tener cuidado con los deseos y los sueños que forjamos. Y más cuando los consigues. Puede ser que el precio que has pagado desvirtúe el resultado. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. El segundo regato me llevó a un tercero aunque nunca creció mucho la corriente. Seguramente, las aldeas y los campamentos les restaban sus aguas. Ni juntos alcanzaban el apelativo de río. Incluso en un tramo pareció desaparecer. Renació al unirse a otro que bajaba del norte. Era una maravilla viajar con higos en las alforjas y en compañía del agua, aunque esta fuera escasa. De siempre me han gustado los higos y las brevas, y me gustan todavía, como sabes, a pesar del atracón que me di. No desprecié ni los abiertos por la presión de unos contra otros. No necesité abrir los últimos. Cuando se acabaron los higos, después del agua, hube de cambiar de dieta y mi aparato excretor lo notó. Con los higos no trabajaba mucho, pero con las bayas y las raíces se vio más exigido. En un momento determinado el terreno se volvió abrupto. Hamal no se movía muy bien entre las grandes piedras. Descabalgué y le hice yo de guía. En su día, las aguas pretéritas habían ganado la batalla a la piedra. Y no nos quedo más remedio que atravesar aquella garganta. Me hubiera gustado ver aquel paraje cuando el río era capaz de modificarle, antes de que el ser humano le robara su fuerza y constancia. Pero no fue en vano nuestro esfuerzo. También se anda peor con los pies desnudos por las piedras. Al salir de un recoveco, se abrió ante nuestros ojos, aunque solo lo apreciara yo, una de las panorámicas que más bonitas he visto en mi vida. Un gran lago rodeado de verdor por todos lados nos invitaba a seguir adelante. También descubrí un camino que serpenteaba igual que el riachuelo, amén de algunos hermanos mayores de este. Todos llegaban hasta el lago. Y en él manchas que se movían despacio y que supuse barcas de pescadores nativos, como los pocos que surcaban el río cercano a mi aldea. Le conté mis recuerdos y mis impresiones a Hamal, pero él andaba preocupado por lo pedregoso del terreno. Traté de tranquilizarle, pero no sé yo si se creyó lo que le conté. El caso es que el paso inseguro y torpe del camello llegó a preocuparme hasta a mí. Conseguimos llegar a terreno arenoso sin ningún contratiempo. Una vez allí pensé lo que hubiera tenido que hacer si Hamal se hubiera roto una pata o algo así. Enseguida me lo quité de la cabeza. Me di cuenta de que ya no concebía el viaje sin aquel animal al lado. Y disfruté al notarle más tranquilo y yo diría que más feliz. No tomé ninguna dirección premeditada, simplemente quería bordear aquel gran lago. Y lo hice sin dejar de mirarle. Vi una mancha oscura que se movía por el agua. Agucé la vista  todo 
lo  que pude y me sorprendió ver tantas vacas, en realidad cebúes, juntas guiadas por un muchacho como yo. El lago, empequeñecido por la lejanía, se había convertido en un mar donde las barcas remolcaban a varias personas, incluso a familias que saludaba a todo el que veían, yo incluido. También saludé con alegría.  La gen-
te  parecía feliz.Y no le faltaban motivos: Agua, carne, peces, verduras y frutas. ¿Qué más se puede pedir. Tu dirás que muchas más. Pero allí y en aquellos momentos, a mí me parecía la opulencia en su más alto grado. Aquellas barcas de cáscaras de nuez tenían poco cuando se las veía de cerca. La profundidad del lago no debía de ser mucha porque cantidad de gente lo cruzaba sin dificultad, incluso los cebúes. La ropa extendida al sol me hizo serpentear por la orilla, pero a lo lejos dotaba al paisaje de una variedad de colores infinita y tan alegre como sus gentes. Y sin darme cuenta me sumergí en aquel ambiente, si no festivo, sí jubiloso, y luego en la aldea que apareció sin darme apenas cuenta. De camino al centro del pueblo me encontré con otro malecón de madera en bastante mal estado. Estaba apartado del agua, con sus pilotes y todo carcomidos y medio podridos. “¿Qué hacía allí”, me pregunté. Más tarde sabría leer su significado. Era el recuerdo físico de lo que un día había sido un pequeño puerto de un inmenso lago que poco a poco se moría de sed, si bien todo lo visto hasta ese momento reflejaba vida. Si hubiera llegado diez años atrás, lo que era imposible por otro lado, hubiera visto que aquel lago, el lago Chad, era el doble de lo que era cuando me lo encontré, porque los riachuelos que le alimentaban eran señores ríos que le cedían la vida. Y ahora, si te informas, te enterarás que está en su lecho de muerte. Y me pregunto: “¿Qué va a pasarle a esa ingente cantidad de personas que vive gracias a él?”. Como a tantas otras preguntas que me hago no hallo respuestas porque la encontrada me asusta y prefiero quedarme ignorante sin serlo.
No es que uno sea un ecologista activo que se parte el pecho colgado de un edificio. O que se juegue la vida al instigar a un petrolero desde una barca neumática. No, pero ciertos asuntos me llegan al alma. Siempre pondré por delante a las personas que a los animales y demás. Y precisamente por ello, conocer la situación del lago Chad y pasar de ella, no va conmigo. Y sé que tengo una conciencia selectiva, que conste. La muerte anunciada de ese gran oasis en mitad del Sahel no dice nada bueno del ser humano. Bien está, desde luego, que nos preocupemos por las consecuencias de terremotos y tsunamis. Bien está que aportemos, si podemos, nuestro granito de arena para mitigar los estragos que producen. Pero si una vida que sostiene muchas se muere poco a poco de una “enfermedad” larga y curable parece como si no importara. Acaso sea porque no ocupa la portada de los periódicos. ¿Qué hubiera pasado si un meteorito hubiera chocado contra él y se lo hubiera tragado? Preguntas, siempre preguntas. Y una más: ¡Dónde estarán las soluciones, me cago en la leche!
En África todo se consume, nada se renueva. Y se niega el principio físico de la conservación de la materia. En este caso no se debe a una de las sequías que por motivo ya descubierto, el cambio climático, atacan el continente negro, no. La disminución del agua embalsada se debía y aún se debe a otra acción directa de los hombres, ¿cómo no? Esta más lógica que aquella. Las aldeas que salpicaban el recorrido fluvial que alimentaba el lago cada vez tenían más necesidades de agua porque se ampliaban los campos de regadío y había más animales. A su vez nacían más personas y crecían las necesidades tanto en las cuencas de los tributarios como junto al agua embalsada. Es decir, que el antiguo gran lago en vez de litros y litros de agua por minuto, recibía gotas y gotas por hora. Todo ello unido a la gran cantidad de pueblos que salpican las antiguas y nuevas orillas del lago Chad, y sumado a la evaporación por efecto del sol y la cercanía del Sahara, sin olvidar su poca profundidad, hacían morir al que fuera uno de los lagos más grandes del mundo cuando se descubriera por los europeos allá por 1823. Debo decirte, que yo lo vi aún con cierto esplendor, porque este desastre se aceleró hace cuarenta años. Y no es que sea pesimista, pero contrariamente a lo que a mí me pareció, aquel mar interior pronto será un simple charco antes de desaparecer. Y, entonces, toda la gente que depende de esa agua desaparecida tendrá que buscarse otro lugar donde vivir o morir. Eso si les dejamos. Porque tal y como están las cosas, veo más factible que ocurra lo segundo. Pronto el Sahara se comerá toda la vida que allí se desarrolla. Y eso que el gran desierto no es solo un asesino, ¿sabes? Gracias a él la selva amazónica se regenera y revive, aunque parezca increíble. Es el polvo cargado de microorganismos, que fueron plancton marino en su momento, el alimento que llega a los pulmones de la tierra, sobre todo de las tierras que deja al descubierto el lago Chad. ¿Quién lo iba a decir? Y el fenómeno se produce continuamente debido a los vientos y las lluvias en el Sahel, que también tienen que ver. Bueno, se acabó la clase de ciencias naturales, ahora llamadas “soci” o “sociales” y que si se imparten en inglés “science”. Ya sé que, a veces, me pongo pesado y me voy por las ramas, pero sin ellas, ¿qué sería del árbol? Aquella aldea era distinta a todas las que había visitado. Las casas, las cabañas, estaban muy separadas unas de otras. Y cuanto más te alejabas del agua, más humildes y pequeñas parecían. Por el alboroto que montaban, me quede enganchado con la mirada a un grupo de niños que corrían en tropel semidesnudos hacia el agua. Parecían tan felices como lo éramos mis amigos y yo cuando salíamos a jugar o a buscar bayas y raíces. Mi mente viajó durante unos instantes a una infancia que al volver me pareció muy lejana. No vi plaza ni mezquita alguna, y cuando deshice mis pasos vi la ropa secándose al sol, a los bebés, abrazados a sus madres gracias a un pañuelo anudado y apretado contra su pecho o espalda, el trabajo a las puertas de las cabañas, los ancianos buscando sombra como los perros, que también me hicieron viajar en el tiempo y revivir escenas cotidianas, rebaños de cebúes con sus inmensos cuerpos y cuernos. Aquella gente era tan pescadora como ganadera y agrícola. Las barcas eran tanto un arte de pesca, como un medio de transporte. Algunas de ellas,  rotas,  se pudrían
al sol en la enorme playa que circundaba el lago como cadáveres útiles para alimentar el fuego, hogares donde se cocían los guisos. También vi muchas redes colgadas al lado de las chozas. Y junto a ellas unos cuantos peces abiertos y colgados que se secaban al sol. No sé decirte el motivo, pero aquel asentamiento, pese a su tranquilidad y a los buenos recuerdos que me había traído no me gustó. Me acerqué a una de las cabañas que tenían los peces al aire, saqué unos cuantos higos de mis alforjas y traté de hacer un trueque con la que supuse dueña del pescado seco, que atendía un puchero. Pero me señaló a un anciano que sentado a la sombra de las redes colgadas fumaba un cigarrillo. El viejo, en un principio no me entendió, a pesar de hablarle en árabe y luego en francés. Así que ni lo intenté en lingala. Recurrí al idioma universal de los signos, y con ellos pude entenderme y entender que era sordo porque la mujer no hacía más que tocarse la oreja y negar con la cabeza, sin dejar de atender su puchero. Así, ese día y esa noche cambié el menú. El pescado, al igual que el queso no me ha gustado nunca, pero después de no sé cuantos días de alimentarme solo de higos, la carne seca y salada de aquellas espinas no me supo tan mal como los peces que nos ponía Kady para comer de tarde en tarde cuya peor característica es que estaba medio crudo y soso, al contrario que este otro. A la mañana siguiente ya estaba dispuesto a abandonar aquel lugar. Y aunque la temperatura era ideal, ¿qué iba a hacer yo allí? Ni sabía pescar, ni me gustaba el pescado, ni era pastor de cebúes, ni nada. No encontré razón alguna para quedarme porque no quería. Se me había atravesado el pueblo y punto. Y aunque veía a personas y animales cruzar el lago porque se hacía pie, yo no le vadeé, sino que le circundé. Pasé por otras aldeas, pero todas me parecieron la primera. Sobre ellos pesaba una tristeza que no supe entender. Tan solo los niños rompían aquel ambiente atribulado y afligido. Hoy, con más información y con equipaje, lo entiendo a la perfección. Aquella gente sufría el mismo mal que el propio lago y los ríos que le abastecían. Aquello que parecía el mayor edén del Sahel tiene fecha de caducidad y sus habitantes lo sabían. Tan solo los niños seguían ajenos a esa realidad. Los de antaño, los que yo viera, componen la última generación que verá durante toda su vida la cuenca del lago Chad con agua. Pronto el río Chari dejará de volcar agua, a lo más veinte años. Todo es efímero, pero al que toca vivir la muerte de su entorno no le van a convencer esas palabras. Y me alegro de no vivirlo. No me costó encontrar comida por allí. Acabados los higos y limpias las alforjas y con los pellejos hinchados hasta reventar, me alejé de aquel lago con un futuro tan incierto como el de sus habitantes. Quizá por ello cuando conocí aquí la palabra insurgente pensé que quien la citaba se refería a la gente que vive en el sur. Mi instinto me llevaba al oeste y el lago me obligó a tomar rumbo noroeste. El paisaje volvió a ser el de siempre en el que Hamal era imprescindible para no sufrir males mayores, como el de no encontrar higos ni dátiles, tan de mi gusto, y tener que excavar para poder comer raíces, tan poco apetecibles. Fue un trecho muy largo durante el que no ocurrió nada merecedor de mención. Dedicábamos  las tardes a jugar y a escarbar, eso si. Pero nada más. Las gentes con las que me encontré iban a lo suyo, como yo. Sí noté un cambio en la vestimenta del que iba vestido. También en el color de su piel. Era tan oscura casi como la mía. Por esos motivos tampoco llamaba yo mucho la atención. Pero no aprendía a ver más allá de mis narices. Me di de golpe con otro puesto militar. Esta vez tuve suerte. La barrera rojiblanca estaba levantada. Y los soldados no hacían nada, que es lo que mejor pueden hacer por nosotros, salvo ayudar, como otros hacen. Pasé la frontera a pie. Miré hacia el frente, tomé aire y no respiré. Tiraba suavemente de Hamal. Intentaba dar la imagen del que cruza todos los días por allí. Aunque, en realidad, iba muerto de miedo. Nadie me dijo nada y cambié de país como el que cambia de parecer. Y así fue todo tranquilo hasta que empecé a encontrar un goteo de familias, cargadas todas ellas con bultos, cubos, palancanas, atillos y algunos que tiraban de un carro lleno hasta los topes. Iban en dirección opuesta a la mía. No fueron una ni dos, fueron muchos grupitos los que vi pasar hasta que un hombre mayor, solo y cargado con un cubo en cada mano, me advirtió: «No vas en buena dirección, muchacho». Le hice un gesto de cortesía y me paré en la orilla del camino sin dejar de sujetar la rienda de Hamal. Como solía, le conté al camello mis impresiones. Esa costumbre la provocaba la soledad y la convivencia con un animal. Y te aseguro que no solo es una práctica habitual en el binomio vieja-perro. Estaba claro que aquellas personas huían de algo. Tan claro como que yo me dirigía directo al punto de donde ellos se escabullían. Por el motivo que fuera Hamal se movió. Quedó casi atravesado del todo en la orilla de la pista de tierra por donde caminábamos todos. Quedó encarado hacia el norte según me indicaba su sombra. Entendí su inacción tras el movimiento como la señal que hacen los perros ventores al avistar una posible víctima del cazador. Sin pensarlo tiré de él y nos alejamos del reguero de caracoles que seguía en aumento. Y volví a sumergirme en una tranquilidad total que nadie estorbaba. Así fue hasta que, desde un otero, divisé algo en movimiento. Era raro ver una alimaña por aquellos lares, entre otras cosas porque tiene poco que comer y mucho que temer. No quise acercarme por precaución. Nunca se sabe. Además, me pareció que la figura en cuestión era humana y que se acercaba. Mejor esperar, me dije, pero subido en Hamal. Él corría más que yo. Desde la grupa del mehari mi visión mejoró y pude reconocer al acercarse más al muchacho con el que compartiera la comida que a su vez sus compañeros habían compartido con él. Sí, en efecto, era Adama. Ya no nos separaríamos más, como tú y yo cuando nos encontramos, pero dejemos para mañana lo que no podemos acabar hoy. Así pues, buenas noches, amigo.








(1) [↑][Volver] DRAE, entrada huerta, meter a alguien en la huerta: 1. loc. verb. coloq. Engañarlo haciéndole creer que se le favorece.


Imagen 1. Foto bajada de nonperfect.com
Imagen 2 y 3. Fotos bajadas de elcuchara.es
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