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jueves, 28 de julio de 2016

The maker's quilt

Ya he perdido la cuenta de los bloques que llevamos, seguro que alguna de las makers, lo saben. Y yo también si pienso un poco.

Este mes le tocaba a Charo, de Mis ratos felices, en su blog podréis ver todos.

Charo eligió estrellas, a ella le gusta volar y estar en las nubes, cuando menos un ratito cada día.

¿A quién no?

Las estrellas son fáciles, pero son muy delicadas, yo le hice una y la perdí, le hice otra y me quedó muy grande, pero al tercer intento fue la vencida.



Me gusta lo elegante que ha quedado, ¿os parece?

Al mes que viene le toca a Elena y su tema "gatos", seguro que nos sale algo divertido.

Y sigo coso que te coso...

lunes, 25 de julio de 2016

CAP. 11 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo




El señor del agua 

o que te decía, que lo único que llamó mi atención de aquel pueblo, que no parecía una aldea, fue un artilugio que se elevaba en medio de la explanada que hacía las veces de plaza mayor. Algo que jamás había visto en mi vida. Hacía un ruido perturbador y continuo, aunque el único inquietado parecía yo, porque los dos camellos y Wahid ni se inmutaron al pasar junto al armatoste que funcionaba por la fuerza bruta de un pollino con los ojos tapados que, atado a una larga y gruesa pértiga, daba
Bajada de elpedroso.info 
vueltas alrededor de la máquina infernal mientras un anciano le miraba aburrido y sentado en un murete. Veía caer el agua que venía en unas bolsas de cuero, cangilones sé que se llaman hoy, sobre unas tablas puestas en uve que la llevaban más allá de las tiendas, jaimas y pocas casas de adobe que cercaban la plaza a gran distancia, acaso debido al ruido. En su primer tramo un hombre montado a camello podía pasar por debajo de aquel armazón de
madera sin agacharse. El pueblo, al menos, era curioso. Lo componían, como ya he dicho, tiendas de tuareg, otras más altas y lujosas, las jaimas, chozas y algunos edificios hechos con ladrillos de adobe. Estos últimos lejos de la plaza. También había sotechados donde distinguí animales de carga. Deduje, lógicamente, que era el agua lo que daba vida a aquella pequeña ciudad. Seguramente el primero que llegó supuso que el agua no iba a dar para mucho, y resultó que sí, que daba para muchos y mucho tiempo. Son las incongruencias del desierto. Por arriba ni una gota en años, por debajo ríos que nadie sabe donde van ni por donde se acercan a la arena. Egipto, para que te hagas una idea, está encima de ciento cincuenta mil kilómetros cúbicos de agua dulce subterránea. EnÁfrica hay agua, pero muy mal repartida, vertical y horizontalmente, ¿verdad? Bon, volvamos. Yo nunca había visto tantos hogares juntos y diferentes. Y en su centro la gran noria, Wahid la llamó así muy orgulloso, y añadió que trabajaba constantemente. Luego sabría que la jornada de trabajo de aquel burro, que daba vueltas, era de sol a sol. La rueda hacía tanto ruido como bien. Al dejarla atrás me volví y me paré porque dejé de oírla. Lo cierto es que no se oía otra cosa. Creí que me había quedado sordo, hasta que escuché la voz de mi amo. «Ese es el problema, Dikembe, el nivel del agua. Ése y que necesitamos todos los animales de tiro para trabajar. El agua y los camellos aquí son más importantes que cualquier individuo de la comunidad, aunque menos importáis vosotros, los extranjeros». No entendí la primera parte del comentario de Wahid, pero lo haría en breve. La segunda parte la interpreté en el sentido que yo, al ser extranjero, formaba parte de la capa más baja de aquella sociedad, por debajo de camellos, bueyes y burros. No tardamos en entrar un patio con tapias de adobe. Mi amo me encargó descargar y encargarme de los camellos. Señaló hacia una parte de la corraliza donde un caballo y otro camello, más viejo, se guardaban del sol bajo un techado de palmas que dejaban pasar rayos de sol a modo de los que instalamos en mi cuarto de baño, ¿te acuerdas? Sé que, a veces, mis comparaciones son un tanto absurdas, que juntan dos mundos dispares y paralelos. Me guía más el interés, cara a que me entiendas, que dejar huella en la literatura española. Y no te rías… Ya me has dicho más de una vez que mis metáforas son penosas. Lo serán, pero sé que me entiendes. Y en el fondo, y que me perdone la RAE, es de lo que se trata. ¿Qué más da cómo construir las frases, si las ideas son claras y se difunden sin dificultad? Bien está saber hablar, pero mejor está saber pensar, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Aunque siempre habrá quien diga que van unidos. Incluso puede ser que para trasmitir un sentimiento, sobre todo, las palabras no sirvan y haya que recurrir a un gesto o a una caricia. Me acusas de afectivo cuando te abrazo todos los días que nos vemos y ¿qué coño haces tú cuando te ves a tus amigos en tu casa o en la suya? ¿Les sacas la lengua? Eh bien, c'est ça, mon ami. ¿Que más da decir “no puedo vivir sin ti” que “sin puedo ti no vivir yo”, si acabas la frase con una caricia o un beso en la mejilla? Perdona, parece que yo mismo, a falta de tus correcciones, me someto a análisis. Será que echo de menos tus filípicas y me enrollo solo entre tus ideas y las normas a seguir.





Nada más leer esta crítica soterrada de Dikembe a nuestro común amigo José María, me di cuenta de que estaba equivocado. Cada cultura tiene una forma de trato. Unos se besan, otros se dan la mano, otros se frotan la nariz y otros no deben tocarse aunque puedan estar dentro de una sauna desnudos, sean del sexo que sean. Pero le entiendo, porque ver el beso entre Erick Honecker y Leonidas Brezhnev también sorprendió a más de uno y alegró a otros. En cambio, criticar forma parte de todas las sociedades, va en nuestros genes. No es circunstancial. Sí la crítica, pero no el criticar. Los finos dicen que opinan sobre los demás y añaden que lo hacen de personajes públicos, no de personas. Habrá que verlos en sus comunidades de vecinos o lugares de trabajo. De hecho, yo estoy censurando a quien critica y hasta ahora no había caído. La misma tabla aplico a los que les gusta tan solo la constructiva y lo dicen muy ufanos. ¡Y un cuerno! A nadie le gusta, porque una crítica siempre hiere. ¿Qué sabrá este? ¡Qué se habrá creído! Esa es la respuesta ante cualquiera de esos juicios cuando llega a nuestros oídos, sean constructivos o destructivos.





Bon, como te decía, estaba descargando a mi amigo, el del culo bonito y conocido, cuando escuché a Wahid detrás de mí, me avisaba de que tuviera mucho cuidado porque algunos objetos podían romperse, cosa que ya me había advertido unas cuentas veces. Me avisaba de que, aunque pagara mi espalda por ello, él perdería su mercancía. Si ya había puesto cuidado hasta ese momento, como en los anteriores, el miedo a los latigazos me hizo poner mimo al bajar los fardos del camello por última vez. Y más cuando me vinieron a la mente aquellos trallazos que recibiera mi compañero sediento en el mercado de esclavos. Mientras cumplía mi delicada misión, mi amo siguió con la charla y supe que aquel corral sería mi nuevo hogar. Me volvió a recordar lo ya dicho, que primero eran los animales, y luego yo. También me aconsejó que, antes de llevar los bultos dentro de su casa, me deshiciera de todas la briznas de paja que se habían pegado a la poca ropa y a mis pies, porque, si su mujer se quejaba, lo pagaría asimismo mi espalda. El viejo Abdalla había vivido obsesionado con mi entrepierna y este maduro señor lo parecía con mi espalda. Desde luego, algo había cambiado en ese sentido, pero no pude juzgar en ese momento si para bien o para mal. Lo haría más tarde y mi espalda me demostraría que sería para mal. Al fin y al cabo, una caricia no deseada no habría las carnes como un latigazo, sobre todo a personas que habían sido expropiadas de su dignidad. Si te la extirpan, ahí ya no te duele, como pasa con las anginas. Si los demás te ven como un objeto de su propiedad, terminas por aceptar ese rol. Tal es la fuerza de una mentira repetida y remarcada hasta la saciedad y violentamente. Cuando acabé de descargar, avié a los dos camellos para el descanso tal como me habían ordenado. Después de sacudirme y remirarme la ropa y la planta de los pies, introduje los bultos en la casa. Nunca había visto cosa semejante, después de cruzar la cocina vi espacios y estancias llenas de alfombras y cojines, paredes llenas de ventanas y cortinajes, preciosos objetos sobre mesas y demás muebles… Me quedé atónito de tanto lujo y belleza. Por eso me gané una colleja de un negro como yo que tuvo que ponerse de puntillas para asestarme el golpe en la nuca. Y que sin mediar palabra me dejó claro que toda aquella profusión de bellas piezas no estaban allí para ser admiradas por el último mono que había llegado a la casa. El pigmeo me hizo una seña y le seguí cargado con el primer paquete envuelto en pieles. Me llevó hasta otra habitación, pocas he pisado tan grandes en mi vida, y en la que vi todo tipo de elementos ornamentales muy vistosos. Si bien, vigilado por el sirviente, no osé mirar un objeto más de un instante. Pero mi trabajo y su vigilancia, no impidieron que viera las pipas de agua, las ricas telas, las sillas de montar enjoyadas, los tapices, las alfombras y hasta un espejo que duplicaba los lujos de aquel almacén. Una vez introducido el último fardo, se lo informé a mi guardia y guía. Debió de entenderme porque me vi de nuevo ante mi amo. Repantigado sobre unos cojines y acompañado por un anciano galano, también muy enjoyado, tomaba el té. Ellos sentados y yo de pie, fue consentido mi descanso. También comería, Sinafasi, que inclinó la cabeza al oír su nombre, me llevaría la comida a la cuadra, y que con el sol más bajo o sin él mi amo me explicaría en qué consistiría mi trabajo diario para el que, también Sinafasi, me daría vestido digno, pues iba a representar a la casa de los Okoye ante todos los vecinos. No abrí la boca, como ya había aprendido, y con una leve inclinación de cabeza, comencé a obedecer a aquella mano llena de sortijas, mientras observaba cómo el anciano bebía su té. La sugerencia dicha con un ligero y continuo movimiento de los dedos era bien clara: aléjate. Y lo hice. Horas más tarde, y vestido con una túnica blanca con bordados y un turbante para protegerme del sol y las posibles tormentas de arena, me enteré que sería el responsable designado por mi señor para mantener el suministro de agua de la población. «Tú serás quien representará a mi noble casa, Dikembe». Dicho así, tal como me lo dijo Wahid, cualquiera hubiera hecho lo que yo, tomar aire  y sacar pecho. Pensé en ese momento que Mayifa estaría muy orgullosa de su biznieto, allá donde estuviera de charleta con Jesucristo o con Imana. Yo iba a representar a una casa noble. Pero si nos dejamos de circunloquios ostentosos y bellas túnicas llegamos a la conclusión de que guiar a un pollino, con más años que el desierto, por una senda circular que había que llenar de tierra todas las noches para que sus pezuñas no llegaran a contactar con el núcleo de la Tierra, la cuestión variaba mucho y tomaba un cariz de aburrimiento importante. Tampoco había que tener mucha fuerza para frenar al animal cuando los canjilones volvieran vacíos. Ni ser muy listo para darse cuenta de ello y esperar a que el gran pozo se recuperara hasta el nivel que marcaba una soga que colgaba con una piedra en su extremo. Cuando esa piedra desaparecía bajo el agua era el momento más difícil para el burro. El pobre tenía las fuerzas y la autoestima más bajas que el fondo del pozo del que sacaba la vida de aquella pequeña ciudad. Arrancar le costaba más que morir como comprobé en mi primer día como representante de la casa de Wahid Okoye. Y es que todas las familias de la nobleza tuareg debían hacerse cargo durante un año de la supervisión y buen funcionamiento del sistema de abastecimiento de las aguas del pozo. Aguas vitales para el consumo humano y animal, así como para el regadío de los campos que les alimentaban a unos y a otros. Los animales a su vez les daban la leche, aunque la carne, aquellas gentes, la comían siempre vieja y dura, pues la causa de muerte animal más común era la vejez y el sobreesfuerzo. Si le ocurría una desgracia a un animal joven, dependiendo de su tamaño, se invitaba a un festín al resto de familias de la aristocracia. Hubo alguna en la que los comensales no encontraron en sus fuentes más que un trozo de camello tan pequeño como un dátil de la guarnición. La segunda vez que una madre camella aplastó a un hijo, la costumbre cambió y dejaron libertad al dueño del animal para que ajustara los invitados al tamaño del cadáver a asar guiado por la jerarquía local. Te lo explico para que entiendas que durante aquella etapa de mi vida me volví vegetariano, eso sí ostenté mi primer y único cargo público. Ni más ni menos que el Señor de la Piedra representante de la noble casa de los Okoye. Título que llegaría a odiar, como podrás entender, porque levantarse antes del alba y estar todo el santo día dando vueltas pendiente de que una piedra estuviera siempre sumergida es más alienante que estar todo el día sexando pollos o viendo televisión. Recordarte que sobre el desierto, las horas de luz rozan las dieciséis en verano y las nueve en invierno. Una vez puesto el astro rey, había que liberar de su venda y dar de beber al cansado y viejo animal, así como rellenar con arena la corona circular que el buen burro hoyaba al recorrer sus muchos kilómetros diarios sin moverse del sitio. Y esto me trae a la mente a esas personas que llamamos conservadoras. También había que engrasar con sebo los engranajes y otras partes de la noria, acaso la tarea más divertida y peligrosa, por lo que siempre elegían jovencitos fuertes y extranjeros, como era mi caso. Por eso me había echado el ojo Wahid. Solo descansaba el día que los herreros o carpinteros apañaban una pieza. Por ello veía todos los días al anciano enjoyado que conocí en casa de mi amo el primer día. Todas las mañanas se acercaba a la noria y la estudiaba detenidamente. Por supuesto no me saludaba, aunque yo era el señor de la Piedra, él era el señor de la noria, que era como decir de la vida. Me llamó la atención el trabajo de aquellos artesanos que solo reparaban las roturas por el día, porque por la noche hacían el mantenimiento. Servían lo mismo para un roto que para un descosido. Pasaban de diseñar una joya fina y delicada a templar una espada o a fundir y trabajar una pieza digna de los mejores ingenieros y fundidores. En esos ratos de asueto, nunca más de tres horas, mientras ellos trabajaban, yo me tumbaba junto a mi compañero de trabajo y buscaba su sombra. Solo tenía que moverme un poco de vez en cuando porque, del trío que formábamos el sol, él y yo, el único que variaba, aunque te parezca mentira era el primero. Si él no se hubiera movido en el firmamento, yo tampoco me hubiera corrido un milímetro. El que menos pintaba en la ecuación era el animal que no se movía aunque lo empujaras. A veces, totalmente absorto, me quedaba pensativo. Imaginaba con tristeza que mi futuro iba a ser como el del pollino, envejecer dando vueltas a una noria y lleno de mataduras. El asunto es que no tenía salida. Si hacía mal mi trabajo corría el riesgo de ser azotado o ejecutado como le había pasado al anterior señor de la piedra que, harto y desquiciado de dar vueltas, le dijo a su señor que había decidido cambiarle el trabajo. A partir de ya el noble debía dar vueltas y el señor de la piedra aumentaría el linaje de su señor con su hija mayor. Y es que, si hacías bien tu trabajo la recompensa que recibías, si excluimos que tu espalda continuara intacta y tú cuerpo siguiera en este mundo, era ostentar tu cargo un día más. Es decir, que tu aristócrata señor podía cederte a la familia que se hacía responsable de la piedra, a cambio de lo que pactaran, ya fuera grano, animal, esclavo o joya. Trato que normalmente se llevaba a cabo, por lo que el cargo era prácticamente vitalicio. En cualquier caso, si lo hacías bien te morías dando vueltas como una peonza, y si lo hacías mal también. Porque moría antes y a manos de tu señor que era el único, curiosamente, que podía mandarte o tocarte. Como ocurrió conmigo porque, como niño se me ocurrió ponerme a jugar con la cuerda que sujetaba la piedra nivel, como la llamaban, una de las primeras mañanas mientras esperaba que se recupera el pozo. Y tuve la mala suerte de que la cuerda, más vieja que el burro, cediera y la piedra desapareciera entre las aguas. Cuando llegó la revisión del día siguiente, se me hizo responsable a mí del fallo. Lo más difícil era ajustar el largo de la cuerda. Yo, como un tonto, conté lo ocurrido creyendo que me iban a creer y que iban a ver el incidente como un accidente lógico. Pero no, con la piedra no se jugaba y lo aprendí en mis carnes. Y los cinco latigazos que recibí, encima no me sirvieron ni para dejar de cumplir las obligaciones de mi cargo. Tú no sé, pero yo no he vuelto a tener conocimiento de un puesto como aquel. Eso sí, a más de uno deberíamos exigirle la vida por desarrollar mal su trabajo y a otros prorrogársela por lo bien que lo hacen. Aunque, evidentemente, no está en nuestras manos ni lo uno ni lo otro. Nada cambió durante unos meses, salvo las horas de sol y que mi espalda se curaba. Entre las primeras horas de la noche y las últimas, vivía a mi bola en la cuadra, donde me llevaban las sobras, que muchas veces eran pocas. A veces pensaba lo frágil que era la vida para aquellas gentes que, por arte de magia, recibían el agua subterránea de sabe dios donde. ¿Qué pasaría si un día la piedra quedara al aire para siempre y se callara la noria? Pues lo mismo que a mí si no seguía cuerdo. Mi cordura era como su agua, necesaria para vivir. Y es que en el fondo, tanto los ciudadanos como yo, dependíamos de la suerte. Fortuna que me acompañó cuando, a través de Sinafasi Benga, pedí a mi amo volver a visitar aquella gran estancia donde almacenaba sus mercancías. Tras informarme el pigmeo de que Wahid estaba de viaje me agarré a esa tontería que escondía mi deseo de verme de cuerpo entero en ese espejo que recordaba, pues no me conocía tal cual era, sino como había sido reflejado en las aguas de un río. Unos días más tarde, cuando me trajo la cena —yo tenía prohibido entrar en la casa salvo que me llamaran— me dijo que nuestro señor estaba recién llegado y que mi petición ya estaba en boca de nuestra señora, porque él no podía pedir nada directamente a Wahid, a riesgo de ser castigado. Así que mi súplica dependía de ella. Y como te digo, tuve suerte porque a los dos o tres días pude cumplir mi deseo, cosa que ahora no haría, porque me quedé sin ilusión alguna. Lo que vi en el espejo fue un joven delgado y alto, muy negro y con mucho pelo rizado y sucio, pero bien vestido que sujetaba en una mano un turbante. En su cara descubrí los despiertos ojos que Mayifa describiera así y muy acertadamente. No me extrañó que a aquel cuerpo no le sobrara un gramo de grasa ya que la única que introducía en él era al chuparme el dedo después de engrasar la maquinaria de la noria. Mi figura, en conjunto, me pareció una aparición, pero seguramente debido al efecto de la luz de la lámpara de aceite que sujetaba Sinafasi a ni lado, sorprendido de verme a mí a su vez extrañado. Cuando vi al pigmeo reflejado también en el cristal, me di cuenta de la diferencia de estatura entre los dos. «¿Nunca te habías visto, Dikembe?». Le contesté que no, que en el río sí, aunque nunca me viera quieto, y hacía tanto que ya no me acordaba. Después me quité la túnica y me giré sin dejar de mirarme y descubrí las cicatrices de mi espalda. «Yo también tengo, no te preocupes». Trató de consolarse y consolarme Sinafasi. Esa noche soñé con aquel joven que conocí en el espejo. En el sueño su aventura era otra que la mía. Un guerrero que luchaba y siempre ganaba. Hasta Imana le encargó que se enfrentara a Muerte. Cuando se encontraron en la batalla definitiva me desperté. Mi voluntad se había rendido ante una rutina tal que si no cumplía el ritual diario mi propio cuerpo me lo pedía, pensara mi mente lo que pensara. A pesar de que mi tarea era mecánica y que cada día tenía que tirar más veces de aquel viejo animal, soñaba poco e imaginaba menos. Después de bautizar al burro como Toujoursoui(1JC) por su continuo movimiento de cabeza de arriba a bajo al andar, ya no se me ocurrió nada imaginativo. Ni siquiera pensaba en escapar. Hasta que cumplí el anhelo de verme en aquel gran espejo tenía una ilusión. Al quedarme sin sueños mi cerebro se desajustó. Empecé a sentir de nuevo el hastío de andar en círculo. La pérdida de autodefensas hizo que enfermara, que el virus de la libertad entrara en mi corriente vital y llegara a mi corazón. Algo, por otro lado, bastante normal si no eres un pollino. Por más que me decía que gracias al señor de la piedra toda aquella gente podía comer e intentar ser feliz, la fiebre del inconformismo me atacaba cada puesta de sol. El sueño, que cada día me costaba más conciliar, reparaba, en parte, las funciones corporales y mentales, pero esa componendas cada día duraban menos. Y, claro, a mi cabeza le dio por buscar maneras de salir de allí y renunciar a mi cargo que ya se me antojaba eso, una carga de por vida, como la que soportaba Toujoursoui, fiel reflejo de mí mismo. Como es evidente, no hice ningún amigo pues los niños tenían prohibido acercarse a la noria, así como distraerme de mis tareas. Tampoco les vi muy interesados en ello. En cambio, yo sí les miraba siempre     que pasaban, generalmente a la carrera y con gritos. La falta de roce diario con otras personas, salvo con Sinafasi, me privaba de ello. Motu propio, él me había dicho con cierto orgullo que estaba allí por su voluntad, aunque había sido esclavo, ahora era sirviente. Yo no había subido ese escalón, pensé en aquel momento. Eso nos colocaba a cada uno en su sitio. Mi convivencia se reducía a él y a los herreros y carpinteros que mantenían en perfecto estado la noria. Y, como cada vez venían unos distintos, no hice migas con ninguno, no hubo ocasión para ello. Así que, imagino que el aislamiento empeoró mi estado mental. Y la necesidad, que no el deseo, de salir de allí me inundó por completo. Pero la cuestión era cómo. Tan solo tenía un amigo. Y no podía pedirle que se olvidara de dar vueltas. No podía exigir al viejo animal que corriera como el viento sobre las arenas del desierto, y así poner tierra de por medio entre la noria y nosotros. Además, si lo hacía, corría el riesgo de no alejarme mucho, porque, lo más seguro sería que Toujoursoui huyera en círculos, en vez de en línea recta. El pesimismo me embargaba cada vez más. Esa era la consecuencia de la fiebre que me afectaba. Lo que tienen las enfermedades es que pueden curarse y, entonces, te quedas expuesto a sanar y aceptar las normas que te han impuesto. Y como comía y bebía a diario me cree una necesidad, como la crean la publicidad. Quería llegar a tener en mis manos las riendas de mi vida y así no convertirme en un Siemprenó. Aquella tarde, la primera vez que Toujoursoui se derrumbó y me dejó sin trabajo vespertino, no me fui a mi pesebre, sino que me quedé con él. Me apoyé en el murete que defendía el agujero en la tierra  y fijé la vista en la oscuridad del agua. Daba vueltas a mis nulas posibilidades cuando acertó a pasar por allí mi amo. Se quedó parado al ver a Toujoursoui derrengado. «No consigo levantarle», dije a modo de disculpa. Wahid no dijo nada sobre la situación del animal, pero sí sobre la mía. Resulta que ya llevaba en aquel oficio un año y con ello mi amo había cumplido su obligación para con su pueblo. Así, de sopetón, se me curó mi enfermedad. Se había acabado el suplicio. Pero, no, pronto rebrotó la fiebre con más virulencia al anunciarme que, si bien su responsabilidad acababa esa noche, la mía no, porque, para entendernos, su propiedad, yo, pasaba a manos de otro aristócrata para beneficio de la familia Okoye, ganancia que por fin se producía después de un año de alimentarme. Por eso había salido de su casa a esas horas, para comunicárselo a mi nuevo dueño, pues, aunque ya estaba acordado, él no quería error alguno en la transacción. Yo no debía volver esa noche a cenar y a dormir a su cuadra. A partir de ese momento, debía causar gasto en casa de la familia Khalil según la costumbre. Y fue en ese momento cuando mis despiertos ojos vieron una salida, y mi labia entró en acción. Convencí a Sahid de que volviera al calor de su hogar. Yo me haría cargo de tan banal encargo, indigno de mi señor al que había servido tan bien como había podido todo este año. Si había allí un recadero, ése era yo, no él. Que si me lo permitía me presentaría a mi nuevo amo sin molestar más al antiguo al que quedaba muy agradecido. La vanidad es una débil barrera con la que los soberbios fortifican su ego. A mí me costó muy poco derribar el muro de Wahid para que delegara en mí aquello que debía cumplir él para que no pasara lo que iba a pasar si todo me salía bien, porque la inspiración fue como un fogonazo. Todo lo vi claro en ese momento. Me dio el nombre de mi nuevo amo, las explicaciones para llegar hasta su mansión y por último su espalda, y se marchó dando por cumplida la transacción de responsabilidades que yo representaba así como reconociendo lo buen amo que era y lo buen comerciante, pues ya había recibido el pago por mi persona. Cuando quedé a solas con Toujorsoui, rumié un poco más el plan que se me había ocurrido sobre la marcha. Le había pedido permiso a mi examo para volver al pesebre a recoger mis pertenencias. Y, aunque me recordó que tanto la estera como la manta mugrienta no eran mías sino suyas, y dando importancia a su regalo me cedió la propiedad de esos objetos por mi buen comportamiento y “savoir-faire” durante el año que le había pertenecido, que no servido. Le recordé que lo recogería después de mi última misión bajo su imperial voluntad. Estas últimas palabras le encantaron. Yo creo que se fue tan engañado como orgulloso de su sangre noble. Y yo quedé más satisfecho de la que corría por mis venas, a sabiendas de que la golfería no provenía de Delane, sino de su violador. Disimulé con el pollino para darle tiempo a que se alejara con aires de conde, y así no intuir mis intenciones. Antes de que desapareciera entre dos chozas, me puse en camino hacía la dirección que me indicara Wahid por si se volvía, pero al alcanzar la primera cabaña, la medio rodeé y encaminé mis pasos entre el resto de pequeños edificios. Así, ayudado por las sombras, me deslicé en el pesebre para hacerme con la manta y la estera de aquel viejo pervertido. Pero no fue por robar el entrar de hurtadillas, porque permiso tenía de mi ex amo. Sabía que encima de Toujoursoui no llegaría ni a avanzar un paso, y como me jugaba la vida, aposté sin riesgo, y lo hice por el mehari más joven y fuerte. No era otro que el camello al que me había hartado de ver el trasero. No esperaba la cena, porque en aquella casa no pintaba ya nada. Por eso me sorprendí al ver a Sinafasi con la escudilla de todas las noches y traté de disimular como pude. Con la excusa de haber tenido un día de perros —te confieso que no entiendo este refrán porque los perros aquí viven mejor que los hombres de allí— exageré mi hambre. El pigmeo, que era más largo que yo, me guiñó un ojo y me contestó que si me demoraba un rato, podría llevarme las sobras de todas las cenas de esa noche, que falta me harían para saciar mi apetito desmedido. «Estoy seguro de que mañana también las necesitarás». Entre el verbo llevar y su última suposición, Sinafasi me dio a entender que sabía que me largaba de allí. Con la recomendación de que cenara y repusiera fuerzas porque algunas noches en soledad se podían hacer muy largas, se marchó. Le hice caso, cené y descansé. No tardó mucho en volver a aparecer con una espuerta tapada con una esterilla redonda. La dejó ante mí y se despidió. «Yo, no he visto nada, Dikembe. No me jodas». Esperé a que se largara, metí los víveres en unas alforjas, manche con tierra la espuerta y ya puestos, y sin hacer apenas ruido, me pertreché con un saco de grano y dos pellejos que llené de agua de los cantaros de la cuadra. Todo se lo cargué al camello al que ya había ensillado. Esperé a no ver luces en las ventanas de la casa de los Okeye, y salí. Llegué junto a Toujoursoui que seguía tumbado. Le ofrecí un puñado de granos. Con ello conseguí que se levantara y le dejé comer. Saqué un cubo de agua del pozo y también bebió. Vacié y llené mis odres y se los cargué al camello. Prefería agua fresca. Después solté al pollino del mayal. Yo no sabía el trasiego que podría haber a esas horas, ya sin sol, en la explanada de la noria, aunque por lógica debía ser mínimo por lo tarde que era. Pero al cargar el segundo pellejo en el camello, escuché detrás de mí un ruido y después un saludo ajustado a mi cargo. Me quedé paralizado agarrado a las cintas de cuero del odre. Tras unos instantes de espera, apoyé mi frente sobre la piel del camello y me rendí. Me habían pillado. Qué le iba hacer. No había ido muy lejos, la verdad, pero lo había intentado. Mayifa lo sabría, no era un guerrero. Pero luchaba. La voz insistió. Oí la peor pregunta que jamás hubiera querido oír en esas circunstancias: «¿Dónde va el señor de la piedra a estas horas?». Y eso mismo me decía yo: “Dónde vas, Dikembe”. Me volví con los hombros y los ojos caídos y dispuesto a aceptar mi castigo, pero durante el giro, escuché la voz de Mayifa que me hablaba de los guerreros tutsi y hutu: «Tenían en común que nunca se rendían…». “Y yo tampoco”, me dije. Así que, no terminé de volverme y contesté con la verdad, en el sentido de lo que debía hacer y no de lo que pretendía. Y, de espaldas, expliqué al desconocido, distrayendo mis manos entre los aperos del camello, las órdenes del noble Okoye para presentarme de la mejor manera ante mi nuevo señor, de la familia Khalil, por cumplirse un año de la obligación del primero para con la ciudad que me había acogido tan amablemente, donde sus habitantes me habían tratado tan bien y tan amablemente, por lo que esperaba pasar mi últimos días en ella como agradecimiento. Parece que todos los habitantes de aquel lugar cojeaban del mismo pie. Y el desconocido, sin yo decir más, se montó su propia historia en base al orgullo de sentirse afín con las dos familias nobles. El camello, claro, era el presente que mi anterior señor, tan generoso como todos los vecinos, ofrecía a mi nuevo amo. Y el gran detalle simbólico de entregarlo con agua y grano rayaba con lo sublime. Escuché entonces el consejo de aprender de los modales de los verdaderos señores del desierto. Después la voz se despidió y se fue perdiendo en un mar de tranquilidad. Respiré y agradecí a mi Mayifa, no al desconocido, su consejo de no rendirme. Sin más dilación mandé sentarse al camello, tal y como había visto hacer a Wahid, me subí a la silla y empecé mi artera huída con el paso cansino a la vez que majestuoso que estos animales usan. No habíamos avanzado diez pasos cuando pensé en el pollino. No podía dejarle allí. Toujousoui tenía derecho a realizar un trayecto, aunque fuera el último, en línea recta. De perdidos, al río. Volví, quité un par de correas de su apero y tirando un animal de otro reinicié mi escapada sin prisa alguna. Correr no hubiera sido posible. De nuevo Toujoursoui sería mi contertulio habitual, si bien incorporaríamos a
Bajada de pinterest, Lady VM
Hamal
(2JC), recién bautizado así, a nuestros monólogos, siempre y cuando pusiéramos tierra de por medio, mientras se descubría la farsa que había montado. Tenía prácticamente la noche entera para perderme. Si no volvería a ver a Mayifa. Muerte vista así no era tan incómoda en mi cabeza. Esperaba que los movimientos de la arena del desierto disiparan las huellas de aquellas bestias que en ese momento no me lo parecían tanto. De no ser por ellos… Sabía que dejaba atrás una vida tan cómoda como estéril para mí, entre otras cosas. Porque también dejaba atrás a Sinafasi y a la familia Okoye, a la que nunca pertenecí, ni pertenecería. Pero no me alegraba, aún tenía en la cabeza la tara que permite aceptar que una persona pertenezca a otra. Fue mucho más tarde, al convivir con vosotros y leídos muchos textos, gracias a ti, que erradiqué la esclavitud de lo deseable. Todavía recuerdo pasajes de El canto a mí mismo que me leías, antes de que yo supiera, una y otra vez como contrapunto a mis opiniones. Al principio, tu lectura me pareció otra forma de maltrato psicológico que tenía que sufrir para sobrevivir. Era el precio que debía pagar por tu  comida y tu techo. Nunca te lo había comentado y, ahora, aprovecho tu lejanía para confesártelo. No siempre confié en ti, mon ami. ¡Ay qué a gusto me he quedado! Ya no siento el peso del secreto. A partir del momento en el que entendí el altruismo, he llevado esa carga que no me atrevía a revelar. No es que me sintiera un traidor o un desagradecido, pero me incomodaba no atreverme a contártelo. Sé que sabrás entenderlo, y más si te hago otra confidencia. Esa molestia me ha servido siempre de acicate para conseguir todo aquello que me proponías pensando en mi bien, tal como ir a la escuela, aprender español, leer un libro cada semana y comentarle, buscar trabajo, hacerme mi hueco en una sociedad que, aún hoy , no termino de entender como te pasa a ti según tus palabras. Y de estudiar una carrera, ni hablamos. Creo que esta digresión no te enfadará, también te digo que por hoy ya está bien de escribir. Las últimas palabras no son de relleno, mon ami, son el producto de abrir mi corazón más de lo que quizá se deba hacer ante un semejante. Pero te lo debía, como tantas otras cosas. Regodearse en sentir gratitud es una gozada. Es lo más alejado del odio y de la envidia, acaso los sentimientos más nocivos para quien los alberga. Yo los dejé por el camino y otros, por lo que leo en los periódicos y en Internet los han encontrado y alimentado, y de qué manera…





lunes, 18 de julio de 2016

Sintimiento’s (por JC)

Sintimiento’s
Tópicos
Porqué he publicado tarde
La fuerza de Dikembe
Quiero morir soñando
¡Defended la confianza!
Y tantas cosas más

Ayer, después de muchos tirones, se me rompieron, y a la vez, dos ”sintimiento’s” irrompibles. ¿Cómo pudo ser? Porque todo se rompe, seamos sinceros. Y más cuando se manejan tópicos tan frágiles como el amor y la confianza. O la inercia y el interés. Que, cada uno, depende de las circunstancias, los nombre como quiera. Y, como digo, los “sintimiento’s” se me truncaron a pares. Es decir, mi confianza y la tuya. La suya y la mía. ¡Qué más da! No se puede vivir en sociedad sin confianza, al igual que sin ”sintimiento’s”. Es cosa de dos, como mínimo. Siempre defendí, para que me entiendas, que yo tenía la obligación de creer a quien amo y respeto, acaso otro tópico. Eso se ha llamado siempre lealtad. Sea ese quien familia nuclear, sea amistad, sea uno de mis mayores. Nunca cuestionaré el hecho de que su versión, su percepción fuera la más cercana a mi realidad, a sus intereses, quizás. ¡Pero, hombre!, ¿cómo voy a dudar de quien siempre buscará mi bien? Y ahora viene lo curioso: sé que esa compañera elegida, esos hijos que me han regalado, esos padres que me tocaron, y esos amigos que la vida puso en mi caminar me han mentido una, dos, tres veces. Muchas. Como yo a ellos. Y me baso en el cálculo de probabilidades. ¿Cuánto mentimos al cabo del día? Pregúntatelo. Así me ahorras a mí la respuesta. ¿Por qué? Simplemente es así. No hay que buscarle tres pies al gato. La mentira es tan necesaria como la verdad. A mí ya no me importa el motivo. Ahora creo que es más importante el amor y la confianza. Como Mario Benedetti gritaba: ¡Defender la alegría!, yo grito con ”sintimiento”: ¡Defender la confianza”. No es la verdad de un acto en una vida lo que hay que medir, sino la verdad de esa vida. Y cuanto más larga, más difícil de medir. También siento que cuando se produce la ruptura de los ”sintimiento’s” irrompibles, al ser recíprocos, sufre tanto uno como dos. O tres o cuatro, si cabe. Es como la envidia, al menos, destroza a uno: al envidioso. Y hablo de primera mano cuando expreso que esto ocurre con personas, como yo, que son rígidas en sus creencias. Ya sabes, el junco no se quiebra porque es flexible. Cada uno tiene su esencia, ya que todos compartimos virtudes y defectos, pecados y gracias, miserias y venturas, decencias y vilezas… Y esa naturaleza es tan respetable en unos como en otros. ¿O esto es también una creencia rígida? No lo sé… La verdad es que uno ya duda y llora por todo. Será la edad, ja, ja. Y te preguntarás a qué viene todo esto. Pues viene a que no fui rígido cuando quise. No pude. Qué ironía, ¿no? Pero no se puede saber de antemano. O acaso el otro camino hubiera sido peor. Y otra frase popular: Solo se equivoca quien decide. Pues no. Este tópico lo desmonto yo ahora mismo. Yo me equivoqué al consentir, no al decidir. Y ahora no me digas que también se decide por omisión. No me fastidies el discurso, ¡hombre o mujer! Eso sí, lo hice por amor. Al menos eso creo yo. Lo siento, te meto en otro tópico: Por amor solo pueden nacer bendiciones. Pues tampoco. Recuerda las últimas noticias o lo que vive don Quijote o Romeo y Julieta. Hay más motivos para echar abajo esa estupidez de la bondad del amor. Igual que esa que afirma que se es padre toda la vida. O hijo mientras viven tus padres. En cuanto a lo segundo, os puedo jurar que mi madre parió cuatro hijos que espero sigan vivos. Y al final de sus días, había criado a tres cuervos y un hijo. En el otro sentido conozco, porque lo he vivido muy cerca, la situación de una madre que quiso serlo por tres veces para afirmar que era tan merecedora de un hijo normal como tú o como yo. Y se volvió loca porque nunca entendió cómo se puede odiar a un hijo. Siendo esto fuerte, también me demuestra que es erróneo el dicho: Una madre siempre es una madre. ¿O no conoces tú algún caso de recién nacido tirado a un contenedor de basura? Para no dejarte mal sabor de boca te diré que a esa madre consiguieron meterla en vereda los psiquiatras cuando la separaron de ese hijo y admitió que no era anormal odiar. Porque no lo es, ¿verdad? ¿No odiamos casi todos? Con esto me voy a otro tópico: Cualquiera puede matar si se dan las circunstancias. O al menos lo ha deseado. Yo lo he intentado esta mañana con Dikembe. La gente, mientras paseaba e intentaba el infanticidio, me miraba y ponía cara de preguntarse: ¿Qué hace ese tío llorando, escribiendo y paseando con un Chupa Chups en la boca? ¡Y A USTÉ QUÉ LE IMPORTA! Lloraba porque Dikembe iba a ser inmortal, porque iba a formar parte de una historia que, en algún momento, alguien descubriría y le serviría para algo. Lloraba porque era la primera vez que quería dejar voluntariamente colgadas a algunas personas que no solo habían confiado en mí, sino que me habían dado su tiempo, su apoyo y fuerzas para seguir. Y que me habían escuchado. Y es curioso que sea por estas personas, no por las mías, que no tire la toalla, que no mate a Dikembe con el silencio. Desde ayer pensaba que no podía soñar más sobre el papel, mi única pasión ya permitida. Y esta tarde pienso que si no, ¿qué hago? Me he dejado tanto en el camino, voluntaria e involuntariamente, que como dije el otro día a mi hijo soy un exfumador arrepentido. En contra de casi todo aparece un amiguito de dos años en el parque, me ve al saludarle desde lejos y viene corriendo con su bicicleta sin pedales, la tira al suelo y se me cuelga del cuello. Me dice su cuidadora que ni siquiera lo hace con sus padres. Y me acuerdo de mi niño negro. Con ellos colgados y dentro de mi abrazo me viene el recuerdo de una vivencia reciente. Me doy cuenta de que tengo a mi favor un testigo ocular y ”sintimiental”, aunque dicen que son los peores. Un testigo de cómo quise ser porque me conoció con dieciséis años. Si bien pienso que no puede ser mejor el testigo. Y me baso en otro tópico: Es mi suegra. Sí, mi madre política se ha dado cuenta de una minucia a la que me agarro como a Ernesto, el de la bici sin pedales. Antes de ayer, un mayor me dio otra lección y hoy un niño. Y no es porque yo defienda la gerontocracia ni la infantocracia. Pero deberíamos escucharles más, aunque sufran de alzhéimer o no sepan hablar. El caso es que Veva, sin documentarlo, afirmó algo así como que ha seguido defendiendo su criterio porque yo comenté algo un día y claro, el comentario de una persona que lo da todo merece la pena ser seguido. ¿Yo una persona que lo da todo? ¡Anda!, pues es verdad. Y qué quieres que te diga, pues se me saltaron las lágrimas. Y no a mí solo. Así es que no solo siento a mi lado a un cuervo, también a una bruja y a un descastado. Quién lo iba a decir. Y otro refrán: Tres son multitud. Para lo bueno y para lo malo. Si hay un dios, Veva, que él te bendiga, y a ti Ernesto también. Aunque yo, como en la India, prefiero que haya muchos dioses, así tendréis más votos para entrar en el nirvana, en el cielo, en el sheol o en la yanna. Me da igual. No quiero acabar sin decir que ponerse al lado del que un día va a volar no tiene sentido cuando el que se queda sabe qué piensas del que se va, porque esa ave vuela y te quedas en el nido con tu supuesto enemigo. Y a ver qué coño haces después. O le echas del nido o te vas tú. Y, aparte de saber que el otro piensa y siente igual que tú, ese presunto adversario es quien ha pecado por omisión y por amor, como supone él. Y lo malo es que ya no te dejen acariciar lo que más deseabas. Que ya no te dejen mentir. Si no fuera por el de los e-mail, la testiga y el ciclista sin pedales me sentiría solo. Pero mejor solo que amordazado, ¿no? ¿O sí? No lo sé.


Lo que sí tengo claro, aparte de las pruebas oculares expuestas, es que en todo lo que escribo, y sobre todo en esta queja, confesión, explicación o lo que tu juzgues que sea este escrito, lo primero que se hace patente es mi orgullo, mi vanidad, mi egoísmo y mi hipocresía. Mis mentiras y, por supuesto, mis ”sintimiento’s”.
JC

CAP. 10 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo




De cuando deduje que más vale 
morir sobado que azotado o lapidado


omo bien sabes, yo soy de ningún sitio. De todos me han echado o me he tenido que largar, menos de tu casa. De igual modo, de todo me han llamado y con todo he tragado por seguir mi camino hacia donde mi intuición me dictaba. Mi razón, a veces, más parecía una sinrazón. ¿Sabes?, la dignidad es un delgado hilo que une cualquier necesidad con el precio de su consuelo. Si estiras, o bien se rompe, o bien esa “gran” dignidad se deshilacha y te quedas sin ella, como me pasó a mí en más de una ocasión. Ahora, forzado por estos recuerdos recorro mis correrías juveniles, cuando las necesidades eran pocas y la dignidad se recuperaba con un puñado de dátiles. El único hogar que recuerdo ya lo he olvidado. Ha quedado enterrado bajo una amalgama de palizas, insultos, hambres, caminatas y lágrimas que no consiguieron ahogar el sueño que despertó en mi Katuku. Anhelo que creció anónimo en mi interior hasta estar dispuesto a dejarme toda mi dignidad en su consecución. No desesperar era la única esperanza. Lo que es a su vez un inconveniente porque no puedes usarla para otra cosa. Ahora me río, según te escribo, pero en aquel entonces la sonrisa no asomaba a mis labios con tanta facilidad.






Hoy te contaré la historia de un viejo vicioso que también fue mi salvación. Que todo hay que decirlo. He de confesar que no estoy nada orgulloso de lo que consentí, salvo por el hecho de que seguí vivo después. Y he de advertirte que busques un momento adecuado para leer. No me gustaría que la repugnancia se llevara por delante un momento agradable. Pero, claro, hasta que no lo leas no entenderás la advertencia. Acaso, si dijera: “Las palabras que vas a leer a continuación pueden herir tu sensibilidad ”, me entenderías mejor. Eh bien, c'est ça, mon ami.


Aquel viejo del que te hablo solo pretendía tocarte, que durmieras junto a él bajo su ajada manta. Parecía necesitar cariño. Eso era, lo que al menos, percibía aquel muchacho que fui. Ser un pervertido rico es muy fácil, pero llevar tus perversiones a cabo sin medios es harto difícil. Y no disculpo ni a unos ni a otros. Más bien pierdo hasta la mínima misericordia. Por eso, por ser pobre, Abdalla prefería cederte a ti la cena y un pedazo de su estera a cenar él y dormir solo. A mí, no me molestaba que se arrimara ni que me tocara. Otros ya me habían hecho daño, pero aquel anciano se limitaba a palpar todo lo que de mi cuerpo estuviera a su mano. No me golpeaba, no me ataba ni me insultaba. Y, además, poder estar bajo techo en su cuchitril después del viaje por el desierto, se me hacía como estar en el cielo, lejos del hambre, la sed, el fuego que cae y el que sube y el frío nocturno. Juzgar desde la seguridad y la confortabilidad es muy peligroso, todo se distorsiona. Lo sé porque ahora lo hago yo sin cambiar de perspectiva y sin darme cuenta. A veces corrijo la mirada para que pueda ver la moralidad de los hechos más objetivamente y con más benevolencia de la habitual en mí. No supe que había llegado a esa petite village(1jc), pues poblado no se le podía llamar, hasta que me pareció extraño que en las dunas hubiera agujeros cuadrados y oscuros. También hay que apuntar que no llegué allí en condiciones normales. Llevaba tiempo sin comer ni beber y la lengua casi no me cabía en la boca. Las casas que no vi, ni de lejos, hasta toparme con un tugurio, eran del mismo color que la arena que pisaba y respiraba. Al reconocer una, reconocí a su vez que, por una vez, la suerte me había acompañado, porque vivo y acompañado parecía estar. Ahora cuando leo el pasaje en el que don Quijote nos regala sin querer otro refrán (Con la iglesia hemos dado, Sancho) me acuerdo de aquel momento que ahora revivo. En mi desesperada huida, con los víveres y el agua que me había facilitado Fahdag, me guiaba por el sol para no andar en círculos y acabar donde había empezado. Encontré un pozo casi seco. Dentro de él, escarbando conseguí saciar la sed y rellenar un poco el odre, que rellené como pude. Sorbía el oscuro líquido y lo escupía dentro. Tardé lo mío. Al final conseguí llenarlo de agua, arena y saliva. Si bien para una cena entre amigos no hubiera servido ni para lavar los platos, a mí me ayudaría a llegar a algún sitio. Como, por ejemplo, a aquel pueblucho disimulado en la arena. Salir del pozo me costó más que entrar y tantos raspones como sorbos había dado. Una vez fuera, con los pies, las rodillas y las manos en carne viva, supe que esa travesía no iba a acabar conmigo. Aquel día almorcé dos dátiles, y cuando no vi mi sombra bajo el sol, me eché cinco tragos de arena y agua. Sabía salada, pero era agua y arena al fin y al cabo. Por algo la arena es la reina del desierto, ¿no? Una reina que se alía con cualquiera, con el viento, con el agua, con el sol… Una vez hasta se alió conmigo para esconderme de una caravana. Seguro que era de tuaregs, a los que yo no quería ver ni en pintura. No quise correr riesgo alguno. Me pegué a la pendiente de una duna, justo la contraria a la que ellos divisaban. Esperé. Tiempo tenía, tanto como arena a mi alrededor. Y tampoco me espera nadie. No como ahora. ¿Sabes?, es una bendición que alguien espere una carta tuya, por ejemplo. Saber que vas a ser oído, tenido en cuenta. Saberte integrado en una sociedad que si bien no es la tuya, te acepta con unas condiciones que serían las mismas de darse la situación contraria. Y eso es justamente lo que no ocurre con esos jóvenes árabes que son manipulados por los terroristas, mal llamados yihadistas, porque la yihad, como recomienda el Corán, es una lucha interna y personal que todo musulmán debe tener consigo mismo para mejorar como tal. Esos jóvenes nacidos ya en Europa ven poco esfuerzo de sus gobiernos para no ser discriminados por tener simplemente un apellido árabe. Son ciudadanos de segunda sin una vida que vivir. Lejos de su lugar de origen e invisibles para el que ocupan. Y los terroristas islámicos les dan una razón para vivir y para morir. Ese es un fallo de vuestros sistemas. Ese es el origen de muchos atentados perpetrados por europeos contra europeos. Sin olvidar que también cometen barbaridades en países árabes, y con más víctimas. Ellos también lo son. Mientras no entendáis eso, no podréis empezar a solucionar el problema. Solamente con milicia, policía y diplomacia no bastará. Lo siento, ya sabes que soy muy dado a irme por las ramas. Los cultos lo llaman digresión. Volviendo al tiempo, siempre lo he tenido menos ahora. No hay tesoro que dure siempre. Nunca supe, ni me importó, y ahora menos, el tiempo que empleé en ese viaje. Acaso el menos ingrato de mi vida, aunque pueda no parecerlo. Después de unos cuantos días y de estar escondido, pegado a la tierra me di de bruces con un pequeño oasis. Una de los datos que implicaba el paso de una azalai(2jc) es que en su trayecto, al menos, hay  un  punto  donde abastecerse de agua. Y, 
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encima, tuve la suerte de que había palmeras. Para ti esto será fácil de imaginar, porque aquel petit Eden era tal como os lo describen en los libros de viajes y en las películas. También, aparte de los dátiles, me hice con unas raíces que no conocía. Las probaría con cuidado y me servirían para engañar a mi estómago si era preciso. Subir por el tronco de las palmeras fue otra prueba para mis dañados pies y mis desolladas manos. Pero si quería peces, tenía que mojarme el culo. Allí pasé tres noches, lavando y lamiendo mis heridas. No quise estar más tiempo por miedo a que apareciera otra caravana. He sabido que lo importante no es el lugar al que llegas, sino el camino que recorres hasta él, lo que ves, lo que oyes, con quien estás o te cruzas, lo que aprendes. Aunque sea a base de palos, como ha sido mi caso. Aquello que te sucede, en definitiva. Aquello que acontece mientras vives, no mientras estás. Es la diferencia entre ”he estado en”, y ”he viajado hasta”. Aunque es cierto que a mí no me sirve esa norma. Los viejos nos debemos hacer sedentarios por obligación. Y eso le pasaba a Abdalla, que anduvo huyendo toda su vida hasta que no tuvo otro remedio que pararse o no poder seguir. Por eso fui para él un regalo de Alá. Y con él pulí mis artes teatrales. Las pocas veces que nos cruzábamos con alguien, tenía que fingir que era su sobrino, y no un mirlo bajado del cielo. Yo le decía que eso no se lo iba a creer nadie, porque nadie confunde el chocolate con el café con leche. Él alegaba que de cabras negras nacían chivos blancos, y añadía: «Eso lo saben hasta los parias como tú, Dik». Así me llamaba por más que le decía que no lo hiciera. De todas formas, añadía, ningún vecino pondría en duda nuestra consangueinidad mientras no tengan que aumentar las raciones de agua y comida que la comunidad me suministra. Él, cuando pudo, le había entregado todo lo que tenía, si bien sus conciudadanos no sabían que él también sacaba provecho de su profesión de maestro, sobre todo de los niños más pequeños. Aquella aldeucha no había sido siempre así. Cuando Abdalla sirvió para algo, nacieron muchos niños y niñas, y alguien tenía que enseñarles a leer el Corán. Valiente maestro, pensé yo, pero no dije nada anadie, ni a él. Ande yo caliente y ríase la gente, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. De aquello desayunábamos la media ración mañanera. El comía a medio día y yo miraba, y en la cena cambiábamos los papeles. Nunca entendí ese reparto. Cuando se lo planteé, en más de una ocasión, me respondía siempre con la misma frase: «Hay que saber sufrir para saber disfrutar, Dik». «Y dale molino con Dik, que me llamo Dikembe». La verdad es que, en aquel momento, no entendí sus palabras, me tropezaba solalemte en lo que me molestaba. Después sí llegué a comprenderlas y no las he compartido hasta ahora. Un bebé nace inocente y no necesita sufrir para sonreír a su madre al reconocerla. Así de simple. ¿Por qué el goce siempre tiene que ir unido al sufrimiento? No es preciso sentir odio para sentir amor. Yo nunca he odiado a nadie y amo. A pocos, pero soy capaz de amar. Y no creo que ni Adama ni yo seamos ahora más o menos felices por haber sufrido antaño. Es más, yo no me siento feliz, como ya sabes, sino que ya no sufro. Por lo tanto, ahora que no sufro desgracias continuas, aquellas sufridas no ensalzan disfrute alguno. No sé lo que opinarás (este es un defecto de las cartas), pero a mí un dátil no me sabe mejor después de masticar una almendra amarga, en todo caso el regusto amargo amaina su dulzor. Pero aquel viejo estaba consumido por su degeneración. Había vivido, y seguía, esclavo de una pasión tan inconfesable en su mundo como en el tuyo. No mucho después de mi primera llamada a su puerta, y contento porque su cuerpo, azuzado por el mío le respondiera mejor que durante su soledad, quiso pasar a mayores. Pero como yo era un niño y quería seguir así, me negaba. Y no es que mi virilidad me guiara, sino que me veía como el perro que aguanta el peso de otro con dos de sus cuatro patas en la espalda. Todas las noches, bueno, miento, muchas noches llevado al cenit de su deseo por el roce de mi piel me lo proponía. Yo siempre, no casi siempre, sino siempre me negué, de puro miedo que sentía a eso, y a la sucedánea proposición que me proponía a continuación, que no era otra que jugar con su miembro. Me negaba por asco además de miedo, porque nunca le vi lavarse ni las manos. Así que imagínate como debía tener aquel juguete el muy guarro. Aunque yo, por decir la verdad, no estaba más limpio que él. La diferencia radicaba en que yo no quería que él me tocara. Aunque, si quería comer y beber, debía ceder en algo. Hombre, jugar como niño me gustaba, pero con mis amigos no con su rabo como dirías tú. A partir de mis negativas, me tenía que levantar hasta que le veía dormido. Entonces me metía debajo de la manta tiritando de frío. Y que eso, que a partir de mis negativas, empezaron mis problemas con Abdalla. Y lo hicieron el día que decidió no seguir el reparto instituido de las comidas. A la hora de cenar me dijo que en su covacha solo cenaba el que obedecía. Y ese era él a los ojos de Alá, porque «Dik» no salía a cumplir las obligaciones de la oración ni los viernes. Yo sabía que ese no era el motivo de mi desobediencia. Él sabía por mi confesión que yo era católico de nacimiento. Y, al acogerme en su cuchitril, no había puesto ninguna pega por ello hasta aquel momento. Me pasé una semana entera con el desayuno a medias. Durante el resto del día las veía venir, salvo el trago de agua que me daba a mediodía y los dos que me dejaba beber mientras se cenaba mi ya no consensuada cena. Un día llegó a decirme que solo tenía que decir a quien nos traía los alimentos que yo le había robado para que me azotaran, me lapidaran o me cortaran las manos. Por lo que me aconsejaba que fuera más obediente y menos arisco. Así me metió más miedo en el cuerpo, y menos mal que fue solo el miedo, y durante un corto tiempo. Pensé que si me cortaban las manos no podría jugar con ellas, y así se lo dije. Que si tenía alguna esperanza de que le obedeciera y cumpliera sus deseos, manco no le servía para nada. Esa noche, mientras me dormía con sus manos sobre mi cuerpo, recordé los latigazos que los tuaregs dieron a aquel muchacho sediento y no conseguí conciliar el sueño. Pero el miedo es un arma de doble filo para quien lo usa, porque nadie lo domina, igual que el fuego, que como lo dejes crecer sin control calcina todo sin atender más que a su propia naturaleza. Nuestra relación llegó a una situación insoportable. Yo sabía, y él también, que a la fuerza no conseguiría nada de mí. Y yo que por las buenas tampoco. Los dos sabíamos que yo tragaba por eso, por tragar, y que si me faltaban las medias raciones se acabarían las medias relaciones. Por otro lado, en aquel cuartucho en el que malvivíamos, por no decir que nos pudríamos, yo me sentía prisionero. Es curioso lo deprisa que el cielo se convierte en infierno con lo poco que comía. Solo salía de aquel estrecho averno para hacer mis necesidades, y por las circunstancias se puede entender que tales necesidades eran mínimas, aunque él también salía para que le vieran orar. Rara era la vez que no me pillaba una tormenta de arena. Cuando volvía lo hacía con la sensación de que éramos los únicos habitantes de aquel pueblo envuelto en tierra. Si no hubiera sido por aquella mujer con rostro de velo, que traía al viejo todas las viandas del día de un tirón, lo hubiera jurado sobre la Biblia o el Corán. Eso sí, puedo asegurar que, mientras estuve allí, no escuché voz femenina. Pero hete aquí que su desgracia fue mi salvación. Una noche que me negué a acostarme a la vez que él, noche que coincidió con la única que había dejado de canturrear los versos de un Corán, tan ajado y sucio como él, ya de madrugada sentí el mordisco del frío del desierto. Había dos abrigos que podían darme calor en aquel tabuco. Uno era la manta con la que se cubría el viejo y el otro su cuerpo. No tuve elección. Al ritmo que marcaba el castañeo de mis dientes me introduje como pude entre la sobada estera y la manta. Tuve que empujar aquel saco de huesos para hacerme un hueco. Se despertó y volvió a insistir sobre los juegos de manos. Y tuve que tragar. Le dije que sí. Noté un estremecimiento junto a mí y luego un silencio. No insistí más. Ni él tampoco. Me extrañé, pero me hice un ovillo, como si buscara una defensa a mi consentimiento. El calorcillo que sentí al principio se fue diluyendo. Me acerqué más al viejo y cuanto más me acercaba más frío sentía. Pero como él no intentaba nada me callé y fui robándole la manta poco a poco. Al final me dormí. Solía despertarme al notar cómo sus manos recorrían mi piel en busca de algo más, pero esa mañana debí dormir hasta tarde porque nadie estorbó mi sueño. Abrí los ojos y vi luz por la rendija inferior de la puerta. Miré el ventanuco y, a pesar de la mugre, también distinguí claridad en el exterior. Y esa vez quise despertarle yo. Le di una buena patada, pero no reaccionó. En ese momento supe que algo había pasado. Lo que no imaginaba era que había yacido con un muerto. El horror inicial que me hizo levantar como un resorte mudó en bienestar al pensar que Abdalla no me pondría más las manos encima. Por primera vez, dentro de aquel mechinal, me sentí libre. Todavía incrédulo, me acerqué con la manta arrollada al cuerpo y le sacudí. Confirmé que estaba más tieso que la mojama, tan muerto como su villorrio. La sangre que mandó su deseo a llenar cavidades que llevaban tiempo sien llenarse fue la que abandonó su corazón. Entonces me entró de nuevo pánico. Pero esta vez debido a lo que me podían colgar. Tenía que aclarar que yo no le había hecho nada. Envuelto en la manta me vi llamando a la primera puerta que encontré. Después de insistir abrieron la puerta. Solo distinguí en una esquina de aquella mazmorra una débil luz y una silueta que se movía. Alguien me había abierto, así que dije: «Se ha muerto». De la misma forma que yo no entendí lo que me dijeron, ellos tampoco debieron entenderme a mí. Cuando la figura se acercó, reconocí a quien llevaba la comida a Abdalla. Me hablaba en un tono que no me gustaba. Suavemente la prendí de la túnica, bajé la cabeza y me volví. Noté que me seguía. Era lo que pretendía. Se dejó hacer, pero, a mitad de camino, se debió arrepentir. Se soltó de mi débil presa y volvió a su cuchitril. Quedé desconcertado en medio de la nada hasta que vi volver a la anciana cargada con dos cuencos. Dejé que pasara y la seguí. Dejó en un rincón lo que traía. Al notar que su vecino seguía acostado en el suelo, se acercó y le sacudió por el hombro. Terminó por volverle y convencerse de que había pasado a mejor vida, siempre y cuando allí donde hubiera ido se encontrara con muchachos que se dejaran manosear, porque como fuera con las huríes que describe el Corán, iba de culo. La vecina me miró, se acercó, me arrancó la manta y cubrió el cuerpo inmóvil con ella. Después, cogió los cuencos que habíamos vaciado el día anterior y los que había traído y se fue. Pero antes me señaló un rincón y me hizo señas insistentes de que me agachara. Hasta que no me acuclillé no salió por la puerta. Abrazado a mis desnudas piernas comencé de nuevo a tiritar. Ni corto ni perezoso, me levanté, miré hacia el exterior por la puerta y tiré la manta al rincón, después eché de la estera al muerto y tal como cayó le tapé con ella. Volví a mi rincón, me abrigué y pensé que él no necesitaba tanto la manta como yo. Pero eso no lo pensaron quienes después me azotaron. Supongo que me lo gané por eso, porque si hubieran pensado que yo había matado a su vecino, en vez de lloverme latigazos, me hubieran llovido piedras hasta mandarme con Abdalla. Después de las exequias durante las que me dejaron en paz lamiéndome las heridas, que por otra parte sería lo única que ingiriera, me llevaron bajo un palio que sujetaban unos maderos trabajados y unas cuerdas. 
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Allí estaban sentados varios hombres, ancianos e incluso niños. Mientras, otros vecinos, todos hombres, según llegaban se quedaban fuera del baldaquino, de pie, frente a ellos y a mi espalda. La última vez que me volví no eran muchos. Alguien me dio un cachete y no necesitó explicarme el motivo. No miré más veces hacia atrás. Ya es bien sabido el gusto de esas gentes por platicar a la vista de todos, pero nunca imaginé que alguien pudiera tener tanta verborrea. Yo, por aquel entonces, no entendía el árabe, así que la perorata se me hizo interminable. Claro, que acaso era yo un vanidoso y no hablaban de mí, sino del finado. Con sus miserias tenían para varias mañanas, porque si hablaban de sus virtudes hubieran acabado enseguida. El caso es que, después de que el sol empezara a bajar, habíamos empezado cuando subía, me llevaron a la casa del muerto y allí me dejaron con un plato de comida, un cuenco de agua, la manta del viejo y su recuerdo. La comida la devoré, pero el agua me la racioné. A pesar de todo, y quizá por el síndrome de Estocolmo, eché de menos a Abdalla. Pero al llegar la noche, me alegré de estar solo. Me di cuenta de que iba a ser la primera noche que iba a dormir tranquilo en aquel tugurio. Y así, concilié el sueño sereno y hasta que la vecina no me sacudió, no dejé ese lugar íntimo y mágico donde Mayifa, con mi cabeza en su regazo y acariciándome los rizos, me contaba historias de esas que no eran verdad pero que podían haber ocurrido, como decía tu suegro. Éstas si son caricias, dije en voz alta, y la anciana me hizo señas de que la siguiera. Aquella gente era pobre hasta en palabras. La seguí y acabé otra vez bajo aquel techado de telas y pieles donde había aguantado el coloquio sin entender ni jota el día anterior. La nueva situación se diferenciaba en dos puntos. No había espectadores y un hombre mayor, pero no viejo, parecía el invitado de los ancianos de la aldea. También observé que, un poco más retirado, dos camellos, uno atado a otro, uno con silla y otro cargado hasta las cejas, descansaban sobre sus tripas y a la sombra. Esta vez, el cónclave no duró mucho. Tras levantarse y hacerme un reconocimiento físico, aquel desconocido me miró los dientes y me dio un par de empujones que yo intenté aguantar sin mover los pies. Se volvió de espaldas y algo dijo para que el resto se levantara y se saludaran entre sí. Después, con su mano en mi hombro me preguntó algo que no entendí. Y tras una pausa volvió a preguntarme a lo que respondí con un “oui monsieur”. «Así que hablas francés, ¿eh? Bien, sígueme. ¿Cómo te llamas?». Se lo dije y me contestó con su nombre: «Yo, Wahid Okoye». Así es como encontré un nuevo amo o lo que llegara a ser aquel buhonero. Según nos acercábamos a las bestias, pensé que tenía alguna posibilidad de no ser de nuevo un caminante más del desierto. Pero estaba claro que no. «Poco me han dado esos ancianos por alimentarte, Dikembe. Una manta raída que huele a rayos y una estera con el mismo tufo. Así que deberás ganarte lo poco que vas a comer». Se me viene ahora a la cabeza, ya ves tú, eso de salir de Málaga para meterse en Malagón, pero no me extraña. En aquellos momentos torcí el morro y me dispuse de nuevo a no ver más que arena y el culo de un camello, que aún hoy podría dibujarte con los ojos cerrados, animal al que incluso ahora extraño. Ya sabrás el motivo. Durante el camino llegué a pensar que había mejorado en trato y manutención, aunque había vuelto a perder mi libertad. Aquel hombre, que me hacía a mí pigmeo, no repartió su ración y, aunque la que me tocó se quedaba en escasa, me fue suficiente. El queso de cabra, terminaría por gustarme. Sí o sí, no me quedaba otro remedio. Además, por las noches dormía solo, sobre la estera y bajo la manta de un muerto, pero solo. No empezábamos mal, a ver cómo acabábamos, porque venía de una experiencia de caridad mal entendida y peor ejercida. Cosa extraña entre aquellas gentes del desierto. Para que veas que los tópicos no son patrimonio de los íberos. Como verás no contemplo el punto y aparte mucho. Todo me sale a borbotones(3jc). Espero que disculpes y entiendas mi letra. En nuestra primera noche bajo las estrellas, después de un tiempo, no extrañé nada. Bueno, miento, lo que quiero decir es lo contrario, que, si bien la estera y la manta no pude extrañarlas porque eran las mismas que compartía con Abdalla, sus manoseos se habían terminado para siempre y también para mi tranquilidad. Bon, entre la paliza de la caminata, a la que ya no estaba acostumbrado, la tripa menos vacía y la ausencia del pulpo, aquella noche dormí a pierna suelta. Me despertó de una patada aquel gigantón para que recogiera el pequeño campamento, si bien antes desayunamos, sobre todo él. Si aquel hombretón seguía comiendo como le había visto hacer hasta aquella mañana, tendríamos que repostar mantenimientos cada dos días. Mientras recogía los pocos pertrechos me dio por pensar que Wahid se había hecho conmigo para devorarme, y me dio por reír. La pregunta del ogro imaginado no se hizo esperar: «¿De qué ríes, Dikembe?». Al menos, este me llamaba por mi nombre y no me insultaba. Le contesté con una mentira sobre Mayifa. Todavía me escondía detrás de ella y esta vez sonreí con cariño. «Muy risueño te veo, ya veremos…». Esos puntos suspensivos que usaba para referirse a mi futuro, me hicieron cambiar el gesto. Los interpreté como amenazas del tipo “ya verás la que te espera”. Pero bueno, intuí que ese día no iba a ser peor que el anterior, que ya era bastante. Y quizá podría poner en práctica el abordaje al camello, porque en la travesía de la tarde anterior mi señor no se había dignado a mirar ni una vez hacia atrás. No lo tenía difícil porque el camello elegido no sería el que Wahid montaba, sino el que portaba la mercadería para el trueque y la venta. ¿O acaso aquellos bultos eran más comida? Reí de nuevo y, para confirmar lo que ya sabía, toqué la carga del camello. No, aquello que palpaba bajo las pieles no eran alimentos. Y el caso, por lo que yo había entendido, es que no íbamos de ida, sino de vuelta. Por eso iba tan contento el que me daba la espalda y los que me daban el culo. Y aproveché para colgarme del segundo y tomar aliento. La cadencia de este animal aunque pausada no es lenta. Pueden mantener una velocidad de 16 km. por hora durante una larga jornada por el desierto. Pero, lo cierto es que el buhonero, a pesar de su deseo de llegar cuanto antes allí donde fuere, retenía un poco su cabalgadura. No dirás que no estás aprendiendo cosas curiosas, ¿eh? Aunque no te servirán de mucho. Dirás que los camellos no están presentes en tu mundo, ¿verdad?  En fin, que aquel buen camello ni protestó ni me soltó ninguna coz. Incluso puedo adelantarte que llegaríamos a ser grandes amigos, aunque eso forme parte de futuras cartas y de mi pasado, como leerás más adelante, si es que tu ausencia se dilata. ¿Qué haremos si tienes que volver antes de que acabe con esta biografía? ¿Me dedicarás el tiempo suficiente para poder acabar de contártela o volveremos a la rutina de tus visitas de media hora en las que arreglamos el mundo como todo buen ciudadano y vasallo? Bueno, por hoy ya va siendo suficiente. Solo añadir que llegamos al pueblo del buhonero donde me llamó la atención un artilugio que se elevaba en medio de la explanada que hacía las veces de plaza mayor y del que te hablaré en la siguiente.